Hemingway está vivo. Te puede caer mal o peor, incluso puede caerte bien: pero está ahí, entre nosotros, es una presencia de corpachón retórico con su voz campanuda, oyéndose a sí mismo, brindando hasta con su sombra y encadenando fanfarronadas vividas o imaginadas, o un poco mezcla de ambos territorios. Hemingway está ahí: como Dante, como Kafka, que ya se han convertido en adjetivos. Sin embargo, a Hemingway se le conoce un poco más, se le vive un poco más cada verano. Durante el mes de julio recordamos a Hemingway gracias a San Fermín, del mismo modo que San Fermín se hizo internacional cuando Ernest Hemingway decidió contarlo en Fiesta, con esos personajes atormentados, expatriados como él, que hablaban de la forma en que la gente hablaba, lo que fue un revuelo en Estados Unidos y luego en medio mundo. Hemingway estaba en ese París mítico que todavía no era el París de garrafón de hoy, aún con las huellas de Verlaine perfilando senderos invisibles, el eco de Rimbaud, el salón de Gertrude Stein recibiendo a Scott Fitzgerald. Pero si quieres emociones fuertes, le dijo Gertrude al joven Ernest, al que llamaban Hem, olvídate de París y vete para Pamplona, a los Sanfermines. Lo hizo, y con los años acabó llevándose allí a medio país, todos esos norteamericanos alucinados por la prestidigitación de las astas y del vino a morro que cada mes de julio entorpecen la flecha de los corredores experimentados, que sí saben bailar entre las cornamentas con sus arcos de cuerpo derribando el silencio. Pero una vez fue joven, una vez no fue, Ernest Hemingway, ese gigante fantasmón que necesitaba ser protagonista de su épica narrada o inventada en directo. Y fue un muchacho puro que aspiró a la verdad del texto, a su tensión íntima, a la revelación de cualquier hombre cuando tiene que abrirse su costado en la vida. Estos días se le nombra de pasada, como cada verano. Fue un gran escritor a pesar de sí mismo, que desbrozó el camino de la ruta salvaje.

* Escritor