En determinadas latitudes de esta nuestra querida España, el hecho de que una mujer quede con un hombre para tomar café significa, automáticamente, que ella quiere acostarse con él. Así, el verraco decepcionado comienza a largar acerca de su «follamiga». En ocasiones, basta que el individuo se fije en una hembra tal que funcionaria, cajera de súper o repostadora de gasoil, que la «elija», para que aquella pase a ser su «novia». Este espécimen, que no suele comerse una rosca, tiene por costumbre alardear de su poderío viril, sus habilidades amatorias y su coche nuevo. Luego están los amigotes, ¿verdad? Juntos acostumbran a ir de putas así, en pandilla, para beber y gritar y tal y cual, aunque ninguno de ellos pruebe habitación alguna porque, en realidad, lo que les pone es contar historietas grupales. La vida es dura con ellos, sí señor. Vuelan de aquí a allá, palpándose el paquete con alevosía, guiñando a camareras, pillando cacho donde pueden. Raros de cojones, revolotean junto a las que se supone les darán algo. Llevan semanas y meses al pie del cañón, invitando y escribiendo mensajitos y soltando indirectas de quinceañero pajillero. Son pesados, infantiles, capullos: un desastre. Hablan de sus experiencias pasadas con un «las mujeres son todas unas hijas de puta», incluyendo así a sus madres y hermanas. Resentidos, víctimas de su incompetencia, acaban las noches en casa de mamá, tragando el caldito, pidiendo teta. No es casualidad que gran número de mujeres separadas y solas en general me aseguren que siguen así porque los hombres de estas latitudes, (literalmente) «son una mierda». Me lo creo, y me cago en todos ellos, porque sé que pertenecen a aquella raza de mierdas que, en aquellos míticos peroles escolares de los ochenta, batallaban por emborrachar a la más jamona de la clase: no tenían cojones de entrarle cuando estaba sobria. A estas alturas, parece mentira, ahí siguen.H

* Escritor