Hasta hace pocos meses, la expresión «estoy harto/harta» estaba reservada al ámbito de la vida privada y solía ser utilizada en situaciones personales y extremas, aunque no siempre graves, de tipo doméstico. Recuerdo a mi madre exclamando «¡estoy harta!» al intentar entrar en mi cuarto de adolescente y darse cuenta de que era imposible hacerlo sin pasar por encima de montones de ropa, de libros, de discos, de revistas y de platos con restos de comida desparramados por el suelo.

«¿Te das cuenta de que no se puede ver ni un centímetro de parquet porque está todo el suelo cubierto de cosas? ¡Estoy harta!», se lamentaba desde el umbral de la puerta, y acto seguido, se daba la vuelta con determinación y le decía a Cristina, la chica que nos ayudaba en casa: «¡Cristina! No vuelvas a entrar en la habitación de mi hija hasta que, como mínimo, se vea el parquet». Y yo la miraba, divertida y soñolienta desde la cama (a mi madre le encantaba despertarme, no podía evitarlo) y le sacaba la lengua. Ninguna de las dos podíamos tomarnos en serio una expresión tan extrema, exagerada e individual como «estoy harta». Las dos sabíamos que «estoy harta» era lo que se decía antes de pensar, razonar y presentar un argumento más contundente y serio que el mero hartazgo personal.

Ya no es así. Ahora todo el mundo dice que está harto, como si estar harto fuese un argumento de peso. Políticos y tertulianos exclaman: «¡Estamos hartos!» o todavía peor: «Los catalanes estamos/están hartos», y nos convierten de un plumazo en niños pequeños tan enrabietados como ellos.

Yo no estoy harta de nada. Puede haber situaciones que no me gusten, que me preocupen o que me alarmen, pero el hartazgo es un sentimiento infantil. Lo sabía mi madre a la que jamás escuché esa frase en un contexto serio o profesional. No la imagino exclamando: «¡Estoy harta de que no se vendan los libros de poesía!» o «los editores estamos hartos de que los españoles no lean». Pero claro, en esa época los adultos intentaban comportarse como adultos. Tampoco imagino a mi padre acabando un wasap con «bss», la abreviación de «besos». Alguien que escribe «bss» no merece volver a ser bien besado nunca más en su vida. Solo alguien que no sabe besar puede escribir «bss», banalizar la palabra y la acción hasta ese punto ridículo. También los emoticonos nos infantilizan y nos hacen escribir peor. ¿En serio lo que define nuestra alegría y felicidad es el dibujito de una sevillana bailando?

No hay nada más extraordinario y bello, flexible y dúctil, vasto y preciso que el lenguaje. Y estoy harta, ¡Harta!, de los que no lo tratan como un instrumento delicadísimo, que es lo que es. Pues eso. Que tengan un buen día. Muchos bss.

* Escritora