N o sé si es que yo tengo esta impresión, pero creo que la ciudadanía nacional como la ciudadanía autonómica o la ciudadanía municipal, que son tres ciudadanos distintos en una misma persona, forman una especie de trinidad, pero con una única esencia: la vanidad. Unos la ostentan y otros la halagan.

Y digo que la posible alteración que causa en un cuerpo otro extraño cargado de arrogancia, presunción y envanecimiento es lo que puede motivar que todo se vea, se mida y se valore bajo la perspectiva de la ilusión --que suele ser irreal-- o de la fantasía.

Estamos en período electoral y dentro del «global» de la ciudadanía y de la totalidad del cuerpo electoral, existen electores que son también elegibles. Estos son los candidatos a ocupar los escaños del Congreso de los Diputados y del Senado y los que, por supuesto, representarán la soberanía nacional. Estos aspirantes, muchos de los cuales son profesionales ajenos a la actividad política, ya van investidos de esa vanidad «protectora» que, como pátina aureolada, permite los posteriores halagos al ciudadano elegible; halago que, la mayoría de las veces, forma parte de esa baladronada jactanciosa destinada a rentabilizar superlativamente las comparecencias públicas de los susodichos elegibles.

Pero puede ocurrir que esos halagos, además de venir de los halagadores profesionales que jamás dan cobas y mimos gratuitamente, se autorrealicen por el propio vanidoso como escudo protector y aseveración manifiesta de que el afecto, satisfacción y deleite llega a su altanera percepción con nítida claridad halagüeña. Una vanidad que el propio candidato «se la guisa y se la come» sin encomendarse a ningún dios ni a ningún diablo. Esto es lo que ha ocurrido con el presidente Pedro Sánchez, que se ha acogido a la estratagema de los «viernes sociales» para lograr el propósito adulador y complaciente que le permita afianzarse en el sillón presidencial, a costa del erario público que se sustenta de los impuestos ciudadanos.

Esta maniobra, legítima y, a la vez, sospechosa de burdo electoralismo, es la que confirma la íntima convicción de que la vanidad es muy ventajosa para el candidato y muy costosa para el elector, liso y llano.

Esta chocante forma de actuar, donde todo es ya imagen, marketing, película y sobreactuación, es la que conforma una campaña donde el ciudadano, además de sentirse «objeto de deseo», tiene limitado su poder de discernimiento ante propuestas que le afecten a su futuro tanto a medio como a largo plazo porque los partidos, que sustentan esta «hoguera de vanidades», son incapaces de mostrar programas de objetivos alcanzables aunque en su desarrollo se planteen situaciones que pudieran calificarse de desagradables; es decir, llamar al «pan, pan y al vino, vino» sin edulcorantes paternalismos que hacen de los ciudadanos modelos de estulticia propia de una inmadurez que, a veces, se demuestra cuando hay que tener la responsabilidad de depositar los votos. Y, a partir de aquí, que cada cual haga su propio examen de conciencia.

Para demostrar lo poco que hemos avanzado en cultura y madurez política, traigo a colación un fragmento de un artículo escrito por un exministro de Asuntos Exteriores, el socialista Fernando Morán, y publicado en El País el 22-11-1993, ¡Hace más de veinticinco años!, y dice: «El supuesto esencial sobre el que se erigió la cultura política de nuestra transición fue el temor a la inestabilidad. Para prevenirlo (...) se potenció la cohesión de los partidos entonces sociológicamente embrionarios (...) Hoy la amenaza es la desconfianza en la cosa pública: la cultura del recelo. (...) Tememos hoy más que a una eventual inestabilidad a una esclerosis de la vida política».

Este entrecomillado, pese al tiempo transcurrido, «goza» de total actualidad. Parece ser, por los comportamientos de los candidatos ante los electores, que ya no prevalecen ni el respeto a la vida privada ni las buenas formas como valores indiscutibles de consolidación de la política; es más, el continuo recuerdo, justificado o no, al antiguo conflicto civil no palía las dificultades de los candidatos para adaptarse a la necesidad de evitar este patetismo que los ciudadanos no merecemos. Por esto mismo, yo mantengo que las vanidades son las responsables de los enfrentamientos radicales y de la agónica relación entre líderes de las distintas formaciones políticas.

Desgraciadamente, gran parte de los ciudadanos han escogido el halago como bálsamo tonificante de las exasperaciones que enfurecen las campañas, pero no resuelven el problema de fondo: que es necesario y urgente que los políticos utilicen las instituciones democráticas para conseguir estabilidad y no para que, excluyendo la flexibilidad, nos conduzcan a unos traumatismos de irreconciliables consecuencias.

* Gerente de empresa