Decían nuestras abuelas que la única lotería que toca es el trabajo, pero ellas no conocieron las listas del paro. Proliferan por doquier salones de juego y casas de apuestas que han convertido el suelo patrio en un inmenso casino, una ruleta gigante, una ibérica Las Vegas. La programación televisiva ha sido copada por una sucesión interminable de anuncios protagonizados por personajes de dispar reputación que, con voz engolada y tenebrosa estética, inducen a los espectadores a jugarse su paupérrima hacienda, con el dudoso aval de invertirla en una de las muchas «casas de apuestas más grandes del mundo». La suerte nunca hizo a un hombre sabio, sentenciaba Séneca, pero ¿quién quiere serlo pudiendo aspirar a rico?

La epidémica moda no distingue lugares y alcanza incluso a pequeños pueblos, donde el viejo letrero que anunciaba al forastero el nombre de la fonda ha sido sustituido por rombos, corazones, picas y tréboles que titilan en el neón como metáfora de una falsa modernidad, pues como dice el boticario «esto nunca será Montecarlo». No resulta fácil encontrar a un cuarto jugador para una inocente partida de mus, porque ahora un taciturno Roque malgasta su pensión y las horas apostando al rojo, él que siempre presumía de facha. Ya no quiere asaltar el Congreso; le basta hacer saltar la banca.

Los poderes públicos, pese a la constatación del creciente número de jóvenes que se ven inmersos en esta perniciosa adicción, no ponen las cartas sobre la mesa, y ningún mandamás se atreve a echar su cuarto a espadas sobre la necesaria limitación de esta antesala de la ludopatía. No son necesarios sesudos estudios antropológicos para ser conscientes del peligro que supone una nueva forma de drogadicción, que, obviamente, no puede ser conjurada apelando a la ilegible leyenda «juega con responsabilidad», con cuya obligada inserción publicitaria limpian sus conciencias anunciantes y legisladores. El celo prohibicionista demostrado frente al tabaco, el alcohol o el azúcar --que nos permitirá ser sepultados con una magnífica salud de hierro-- se torna en este caso en cómplice inmovilismo, mientras frente a la pantalla de un teléfono la juventud dilapida su modesto peculio y su futuro a golpe de clic.

Es el momento de que alguien acepte el envite y lance un órdago a nuestros gobernantes, pues va mucho en juego y la suerte aún no está echada. Dentro de cuatro años los olvidadizos políticos se sacarán un as de la manga, prometiendo en campaña decenas de millones en ambiciosos planes de prevención. ¿Qué te apuestas?

* Abogado