El sufrimiento y el dolor, la guerra y el hambre, la muerte de los seres más queridos y la injusticia más atroz, los desastres naturales... hacen estallar una pregunta en forma de estupor y sobrecogimiento: ¿por qué Dios permite el mal? ¿Por qué los inocentes y menos favorecidos sufren? ¿Es posible creer en un Dios bueno y misericordioso después de estas desgracias humanas de tales proporciones?

Estas preguntas no son nuevas en la historia humana pero se recrudecen ante el sufrimiento humano y la muerte de los más débiles. Si bien es cierto que el sufrimiento deja sin argumentos convincentes muchos discursos teológicos, no por eso en situaciones límites se reclama con más intensidad la existencia de un Dios que pueda hacer más llevaderos el llanto y el lamento. Sin Dios, el dolor quedaría sin referencia y menguaría la antorcha que llevamos dentro para luchar contra el mal.

La Teología de la cruz da respuesta al sufrimiento y al dolor del inocente. Y la respuesta ante toda miseria humana es la resurrección de los muertos como un acto reivindicador de Dios que sale al encuentro del hombre, sobre todo del maltratado por la vida y las circunstancias. Esta esperanza en la resurrección y en el triunfo de Dios alienta a los creyentes a no caer en el desaliento, aunque tiemble su interior con lágrimas fuertes.

Jesucristo no elimina el dolor pero le da una iluminación distinta desde su vida, sus palabras, sus obras, su pasión, muerte y resurrección. Y, además, como decía, Emmanuel Mounier: «Cualquier sufrimiento integrado en Cristo pierde su desesperanza y su misma fealdad».