Como es bien y desgraciadamente sabido, la Historia, maestra de la vida, no es una ciencia exacta o, en lenguaje actual, «dura», del linaje de aquellas en que, establecida y definida una causa, se sigue, sin variante alguna de tiempo o lugar, un determinado y siempre igual efecto. No por ello, claro es, la Historia deja de ser una disciplina intelectual rigurosa, de metodología acribiosa, sideralmente distanciada de mitos, leyendas y fábulas, por bien orquestadas que se presenten y cuenten, en no pocos casos, con el deturpado apoyo de poderes «fácticos», crematísticos, políticos o mediáticos.

Sucede, sin embargo, que en uno de sus presumiblemente escasos ocios estivales la Sra. ministra de Justicia, la competente y reputada fiscal Dª Dolores Delgado, ha alumbrado lo que se ofrece como un infalible procedimiento para esclarecer definitivamente los muchos misterios, enigmas y malformaciones de la Historia, no solo nacional y corraleña, sino de la misma universal. En declaraciones anchamente difundidas por todos los medios de comunicación del país ha estimado la ilustre y admiradora colega de D. Baltasar Garzón --también imantado por los saberes historiográficos-- que la inmediata implantación gubernamental de «Comisiones de la Verdad» restablecerá, conforme a un canon todavía, ciertamente, no precisado, los episodios aún no pertenecientes a la jurisdicción de la severa Clío de nuestra última y excruciante guerra civil. Tras el largo, interminable régimen franquista ha llegado, en su opinión, la hora de «hacer justicia» a las víctimas republicanas y a los represaliados por la segunda dictadura militar del siglo XX español. En la senda marcada con nítido rumbo por los gabinetes de Rodríguez Zapatero, el muy innovador del antiguo alumno escurialense D. Pedro Sánchez pretende llegar, festinadamente, a la meta final de una medida tan justa como inaplazable para alcanzar de modo definitivo la paz de los espíritus, y reivindicar los incuestionables derechos de los sacrificados por la causa republicana durante y después del terebrante conflicto.

De irreprochable y hasta loable intención, la susomentada iniciativa ofrece, empero, un extremo asaz discutible como resulta ser la confianza depositada en el procedimiento. Si mediante la creación de «Comisiones de la verdad» pudieran disiparse las innumerables dudas e interrogaciones del itinerario de los pueblos antiguos y modernos, se habría encontrado la fórmula feliz e infalible para hacer de la Historia --horresco referens-- una «ciencia dura», pudiéndose clausurar sus facultades y academias en aras del apremiante ahorro de nuestra desquiciada Hacienda. Decenas de autores consagrados hoy con cuantiosos beneficios y éxito de público a la investigación y análisis de temas con tanto mordiente publicístico como, entre otros centenares de la misma índole sensacionalista y atenidos con exclusividad a las centurias de la modernidad, la «máscara de Hierro», o, en la misma Francia, el prisionero del Temple; el peregrino ruso considerado como el propio gran emperador Alejandro I, quien renunciara al trono misteriosa y voluntariamente, o, en el mismo e inabarcable país de los zares, la desaparición de la princesa Anastasia en la matanza de Ekaterimburgo; por no recordar, a escala nacional, acontecimientos de gran impacto popular que esperan aún una explicación convincente y asentada en documentación abundante y contrastada.

A falta de otros efectos, si el procedimiento mencionado se descubriera, finalmente, acertado e, incluso, infalible, el registro de su patente podría hacer de sus inventores afortunados millonarios en un mundo a la husma trepidante y desesperada de inventos y descubrimientos capaces de hallar la piedra filosofal de la felicidad terrestre y, desde luego, aunque más modestamente, de la historiográfica. De ahí que sea obligado desear la mejor suerte a sus afanosos exploradores.

* Catedrático