En los ojos de las mujeres de Romero de Torres se ve el destino del tiempo, su hondura inhabitable. Uno puede adentrarse en una latitud desconocida que sin embargo resulta cercana, que nos da la impresión de haber sido recorrida antes, sentida en lo que dura un parpadeo. Es lo que sucede frente a rostros como el de Guillermina Aguinagalde, la protagonista del retrato que será subastado el 11 de abril en la casa de arte madrileña Fernando Durán. Al parecer la pieza es de 1919 y forma parte de la exposición que se organizó en la sala Magestic Hall de Bilbao, donde Julio Romero de Torres pintó a la burguesía y a la aristocracia vascas. Hay un alma que habla y se mantiene, que parece pintarnos a nosotros con su desoladora parsimonia. Mucho se ha escrito y se sigue escribiendo sobre las mujeres de Romero, en contra muchas veces, con esa letanía de tópicos gastados que nada tienen que ver con el brillante libro de Carmelo Casaño y su teoría del simbolismo crítico en Romero de Torres. Su amigo Valle-Inclán encontraba en sus cuadros una traslación esbelta y mítica de su literatura, una especie de reverso luminoso, como si el esperpento pudiera diluirse en la bruma encendida de sus fondos. Siempre la misma niebla sombreada matizada a lo lejos: también en este retrato de Guillermina Aguinagalde, esta vez con montes azulados desprendidos del cielo. Cada vez que se subasta un cuadro de Romero de Torres descubrimos que la fascinación por el mundo que oculta detrás del primer plano no hace sino crecer en todas las entregas sucesivas, como si se empeñara en mostrarnos lo invisible desde un marco nacido desde lo que no existe. Más allá de los debates que lo han acompañado antes y ahora, volvemos a encontrar a una mujer que preside el silencio nacarado del fondo. En esa frente franca y reposada, desde ese gesto cálido al abrirnos la puerta de un salón sin paredes ni techo, y dejarnos pasar, recuperamos una dimensión de lo profundo desvelada en sus ojos.

* Escritor