El cielo cae más bajo, más hondo y cenital, pasando Antón Martín. Algo tiene esta plaza de Madrid que nos ensancha el ánimo, que amplía su trazo aéreo con un dibujo de sabor metálico. Muy cerca del monumento El abrazo , erigido en recuerdo de los abogados laboralistas de Atocha, bajando por Santa Isabel, está la calle Zurita, donde el Teatro del Barrio se levanta con los viejos neones que anunciaban la entrada en la legendaria Sala Triángulo. Lo que pudo haberse convertido en otra ruina urbana, un nuevo derrumbe del ánimo interior, ahora es el epicentro de una nueva manera de contemplar el hecho escénico y crearlo, participando en él y haciéndolo posible en una realidad de expresión colectiva, como si el escenario fuera una parte del público.

En el madrileño Teatro del Barrio, la escena se convierte en una acción directa sobre la actualidad. Además de político y documental, estamos ante una especie de teatro periodístico que supera la distancia con la inmediatez para cuestionarla dramáticamente. La iniciativa concita un doble interés: la tabla y la noticia, convertidas en un ejercicio artístico de ciudadanía. Se hizo con la obra Ruz-Bárcenas , de Jordi Casanovas, en la reproducción dramatizada del interrogatorio del juez al extesorero sobre la financiación irregular del Partido Popular. También en el impactante y sufrido monólogo, calado de información, ritmo y comicidad, pero también dolor, herida disección de la realidad propia y crítica histórica a nuestra convivencia, Autorretrato de un joven capitalista español , interpretado y escrito por Alberto San Juan. En esa línea, pero con otro punto de partida, se ha estrenado esta semana Las guerras correctas , que por la dimensión de la propuesta, transversal en el tiempo, enfrentada al hoy, y por el material que maneja y se digiere con el espectador, es ya destino obligado del teatro actual, si lo entendemos como foro de ciudadanía y reflexión, de duda y de zozobra, con su calambre eléctrico.

Todos los que la vimos recordamos la entrevista de Iñaki Gabilondo a Felipe González en RTVE la noche del 9 de enero de 1995. Gabriel Ochoa, autor y director de Las guerras correctas , pensó en esa entrevista como una representación. El drama estaba en el plató de una televisión pública en la que un presidente del Gobierno aceptaba ser libremente entrevistado en horario de máxima audiencia. El conflicto previo estaba dado: el GAL, con su nota mayor de gravedad, salvajismo y dolor en la tortura y posterior ejecución de los etarras Lasa y Zabala, con su sentencia ósea dictada con su fosa de cal viva. Gabriel Ochoa se sitúa en la secuencia anterior a la entrevista, cuando Iñaki Gabilondo, en Nueva York, recibe una llamada de Jordi García Candau, director de RTVE, ofreciéndole entrevistar al presidente del Gobierno. Sobre los términos en que se organizó esa entrevista, y también la presencia de sus primeros protagonistas --el propio Gabilondo y Felipe González-- y los secundarios --García Candau y un omnipresente conspirador, en su comicidad cínica, Alfredo Pérez Rubalcaba genialmente interpretado por Chani Martín--, hasta una conversación posterior entre González y Gabilondo, tras la mayoría absoluta de José María Aznar en el 2000, pasando por la tensión de la propia entrevista, se articula Las guerras correctas , un ejercicio de equilibrismo dramático entre la interpretaciones y sus referentes, lo ya sabido del asunto y también su intrahistoria, con sus dilemas éticos, extraordinariamente bien armado, sobrio y efectivo, tremendamente nuevo, fresco y grave, con la literatura convertida en un espejo no cóncavo, sino cortante de la realidad. Nada hay de esperpento en Las guerras correctas, sino fotografías que reclaman vivir.

Quizá Manolo Solo, Luis Callejo y César Tormo no tratan de ser González, Gabilondo y García Candau, pero al final lo son: porque consiguen que dejemos de pensar en sus caras y voces para habitar una nueva situación. Producida por Alberto San Juan, Las guerras correctas ofrece un discurso dramático que se compartirá o no, con una nueva escena abierta y necesaria, con sus pliegues morales, que a todos dignifica.

Como cantó Pablo Guerrero, es tiempo de vivir, de soñar y de creer. También de superar el alegato, para hacer una acción de la creencia. En Madrid, el Teatro del Barrio nos enseña cómo el escenario de la realidad puede ser habitado otra vez por la gente.

* Escritor