¿Por qué la guerra? ¿Por qué ese fenómeno tan habitual, tan omnipresente que acaba siendo casi rutinario, a lo largo de la historia de la humanidad? ¿Qué fue lo que hizo posible que la guerra apareciera en nuestra especie, tan privilegiada, tan inteligente y tan racional? Razones muy poderosas han debido originarla porque una institución de ese calibre, que de entrada aseguraba dolor, sangre y muerte y se ha convertido en una de nuestras ocupaciones principales, no hubiera tenido posibilidad alguna de consolidarse si no hubieran mediado circunstancias muy significativas.

En la opinión de los expertos los antiguos, o las sociedades organizadas en bandas y aldeas, como dice el antropólogo americano Marvin Harris, emprenden la guerra porque carecen de soluciones alternativas a ciertos problemas que se les planteaban. Es, a modo de ejemplo, el argumento que más de uno utilizaría refiriéndose a Gibraltar: quien esté convencido de que la geografía produce propiedad y adorne esta certidumbre con una ración de nacionalismo pensará que si ningún procedimiento ha conseguido no ya resolver sino ni siquiera hacer avanzar la crisis hacia alguna solución, no queda más salida que hacer la guerra.

Desde luego, simplificando, las guerras les resolvían al menos dos problemas. Si un grupo conseguía expulsar a sus vecinos o diezmar sus efectivos, habría más territorio, más tierra a disposición y naturalmente más pescado, más carne y más medios de subsistencia. Al mismo tiempo (éste es el segundo problema que arregla), en una época en la que los anticonceptivos no ofrecían plena seguridad, permitían resolver problemas demográficos y facilitaban especialmente el infanticidio femenino. Por supuesto que ello no era conscientemente buscado ni provocado pero en un mundo tan marcadamente masculinizado la guerra se convertía en la excusa de esa discriminación. Es lo mismo que pasa, entre otros procedimientos, en lo que los antropólogos llaman la pauta de negligencia, es decir, una especie de menor atención y cuidado a las niñas que a los varones y que causa este efecto. No es que la guerra en sí misma causara el infanticidio femenino sino que sin la presión reproductora ni la guerra ni el infanticidio femenino se habrían extendido. Hoy es perfectamente conocido el caso de países y civilizaciones como China o La India en donde se vive este mismo problema o en culturas como las de los esquimales.

De la existencia de estas ventajas principales y otras de menor rango, puede deducirse que la guerra es ventajosa porque ha tenido éxito en la selección natural en la lucha por la existencia, sobre todo con la prebenda de la despersonalización que supone este ejercicio. Pero, claro, el problema de todas formas es el resultado. Cuando un colectivo político, tanto las sociedades organizadas en bandas y aldeas como las sociedades de nivel estatal, decide desencadenar una guerra, sólo la ejecuta cuando está convencido de que lo que arriesga tiene algún equilibrio con los beneficios que puede conseguir porque las bajas, en términos de macroeconomía, no son rentables y puede ocurrir lo que a aquel general romano, Pirro, que ganó más de una batalla pero con tales pérdidas humanas que no le supusieron ningún beneficio. En este sentido la guerra es simplemente un negocio en el que se puede ganar y se puede perder y en la previsión de resultados está el escollo.

Aunque a veces el tiro, nunca mejor dicho, puede salir por la culata, que es exactamente lo que le ocurrió, allá por el siglo VI de la era antigua, a Creso, último rey (ahora se verá por qué) de Lidia, un país situado dentro de lo que hoy es Turquía. Lo cuenta el historiador griego Heródoto: Creso estaba decidido por una serie de razones a atacar a Ciro, rey de los persas, y para garantizarse el éxito de su aventura resolvió consultar al oráculo que le ofreciera más garantías. Después de una serie de pruebas fue elegido el de Delfos que le aseguró que, si emprendía la guerra contra los persas, destruiría un gran imperio, como así ocurrió. Pero el imperio destruido fue el suyo, no el de Ciro. El oráculo, que no debía saber mucha gramática, no ordenó bien la frase de manera que el sujeto (el que iba a destruir) acabó siendo Ciro y no Creso que pasó a ser complemento directo y por tanto el que sufrió la derrota. Esa es la razón por la que fue el último rey de los lidios.