La edad te señala a veces hasta los motivos de tu vida, de tu filosofía y tus creencias. Repasas el panorama y ves que un familiar no puede llevar en Barcelona a su hija a la guardería porque allí hay «huelga de país». Y miras por las paredes de Barcelona, esa ciudad que es un tesoro, y ves pegado en ellas a Xavier Sardá, el de Crónicas marcianas, como periodista terrorista de la información. Y llegas a pensar que dentro de diez años, cuando le hayan comido el coco a todas las criaturas de ahora que ya puedan votar, Cataluña será imposible. Algo comprobé un largo fin de semana en un pueblo de Girona porque para hablar sin censuras había que quedar a echar un cubata pasada la madrugada. Y ahora que se cumplen treinta años de la caída del Muro de Berlín y que te acuerdas del Telón de Acero y de la Guerra Fría, piensas que aquel tiempo del museo al lado de Checkpoint Charlie resulta hasta más entrañable que este tiempo que están construyendo los nacionalistas catalanes, peleados con España, a la que consideran ahora, porque ya toca, la nación de sus braceros: los padres de Gabriel Rufián, nacidos en Jaén y Granada, y parte de mi familia, de El Guijo y Villaralto, que todos se fueron a vivir a Santa Coloma de Gramanet. Duele que una de las regiones más adelantadas de España -si no la más—se deje guiar al telón de acero en una época libre, siga reverenciando al ideólogo-expoliador Pujol y piense que quienes están detrás de sus fronteras se inclinan de hinojos todavía ante Franco, aunque les salve que sepan pensar que Messi es adorable porque los redime de todo mal. No es lo propio entre gentes del mismo país pero yo, que soy andaluz de nacimiento, catalán por familia y afectos y alemán por vivencias y cotización, pienso ahora mucho más en la avenida Unter den Linden -Bajo los tilos- de Berlín, pasada la Puerta de Brandeburgo, que en el Tibidabo, y en la Glasnost y en la Peretroika de Mijail Gorbachov que en la playa de la Barceloneta. Claro que Barcelona y su contradicción nos pillan ahora en una edad en la que casi tienen más peso el Tiergarten que el Parque Güell, la Pedrera o la Casa Batlló. Porque nuestros monumentos españoles (?) los recordamos cuando policías y manifestantes convierten las calles de Barcelona en guerra urbana y fría. Sin embargo, volver a los orígenes de nuestra juventud, a esa edad en que empezamos a conocer la democracia, cuando enterraron a Franco y nos fuimos a Berlín de vacaciones, tiene el encanto de la Isla de los Museos, de la Alexanderplatz del este y de la Postdamer Platz del oeste. Cuando dentro del Muro comenzaba la reconstrucción de los arquitectos y en los restaurantes te podías tomar una chuleta con patatas y cerveza, que te resultaban hasta más familiares que el pan tumaca con jamón.