La guerra de Siria recuerda cada vez más a la nuestra, la guerra de España. Desde múltiples puntos de vista: en dureza objetiva, por la conmoción popular internacional que provoca... Y también por la desgarradora consecuencia de un éxodo masivo de refugiados. Protagoniza, como aquella, inmensos desastres causados por la simultaneidad de un desgarro interno del país y la actuación inclemente y cínica de unas grandes potencias extranjeras que combaten en su suelo.

Siria tiene un conflicto a tres bandas. Se libra por un lado una guerra civil, un pulso a muerte entre partidarios y enemigos del régimen autoritario de Bashar el Asad. Es similar a los enfrentamientos de aquí entre quienes defendían la república y los que la combatían. Se cruza con ella desde dentro una actuación bélica nacional e internacional contra los yihadistas del ISIS, que invadieron y ocupan una parte del territorio sirio. El problema añadido es que la intervención en paralelo de Rusia y los países occidentales, cada uno por su lado, aunque finja defender a la población del país solo sirve a sus respectivos intereses.

Putin apoya a El Asad, no le importan las bajas de civiles y lo único que busca es ganar influencia (militar, política, comercial) en la zona y en la geopolítica internacional, como en la relación de Hitler con Franco. Casi tan vergonzosamente como en el fallido pacto de no intervención que decantó España a favor de los fascistas alemanes e italianos, los occidentales del siglo XXI no apoyan resueltamente que Siria entre en el mapa de los países con libertades homologables. Es lo mismo que hicieron Francia e Inglaterra con nosotros en los años 30 del siglo pasado.

También como en la guerra de España, los ejércitos extranjeros la utilizan para sus probaturas de armas descargándolas sobre ciudades habitadas. Alepo ha vivido lo de Gernika. El ministro ruso de Defensa, Serguéi Shoigú, lo ha reconocido. Dice que en Siria ha estrenado 160 nuevas armas de «alta fiabilidad». Pero alta fiabilidad no es total fiabilidad. Se demostró en diciembre del 2015 con el misil Kalibr (de 2.000 kilómetros de alcance), disparado desde un submarino contra soldados del Estado Islámico que estaban entremezclados con la población siria. El terrorismo, yihadista y no yihadista, merece ser combatido, pero con la bandera del antiterrorismo --muy esgrimida por Moscú en Siria-- los estados sin alma machacan ahora frecuentemente no solo derechos de la gente inocente sino también muchísimas vidas que dicen querer proteger.

Dada la creciente xenofobia occidental, los sirios que huyen de la guerra ya saben en su propia carne lo que la Francia oficial hizo en campos como el de la playa de Argelès con nuestros exiliados. Otro puñetero paralelismo.

* Periodista