Le preguntaron en cierta ocasión a Sir Arthur C. Clarke, el autor del cuento que dio origen al film de Kubrick, 2001, una odisea espacial, dónde se encontraba su famosa Taberna del Ciervo Blanco. O al menos aquella en la que se había inspirado para escribir los cuentos que se agrupan bajo su nombre. Un lugar frecuentado por periodistas, escritores y editores, pero sobre todo por un peculiar narrador de historias y otros singulares personajes. Decía Clarke que a ella se llegaba de forma impensada a través de una calleja anónima y que sería inútil explicar cómo encontrarla. De modo que muy pocas personas, aún proponiéndoselo, conseguirían llegar. Para las doce primeras visitas aconsejaba ir con un guía y para las posteriores todo consistía en cerrar los ojos, confiar en el propio instinto... y a lo mejor se tenía suerte. Naturalmente la taberna solo existía en su imaginación. Pero, tal como lo cuenta, e incluso por el nombre, podría albergarse muy bien en cualquier calleja cordobesa. En nuestra ciudad los aficionados a la SF lo tienen más fácil. Cuatro veces al año, y van siete, se reúnen en El Astronauta para comentar con profesores universitarios, de la mano de la UCCI de la UCO, diversas obras del género.

Habitan una de esas islas que, de vez en cuando, emergen en Córdoba para luego quedar en estado latente, pero con vocación de permanencia. Como las obras que moran estos días en el viejo palacete de Carbonell, hoy sede de Vimcorsa. En este caso tratando de acrisolar, de modo estable y reconocido, ese archipiélago cultural al que aluden en relación con el arte contemporáneo. Casi parece de ciencia ficción haberlos reunido a todos. Y en realidad con ella emparentan algunos de sus contenidos. Clarke posiblemente diría que de esa ciudad, de calles estrechas, siempre han sabido los caminos sabios creadores. Y que, recortada sobre su luna grande, a veces cabe distinguir la silueta de un hombre alado que unos dicen tiene querencia de un puente sobre el Gran Río y otros que es guardián de noches azuladas en el rincón de un patio, de bella marquesina de hierro y cristal, al que antaño han llevado alforjas de aceitunas y que en el que algún otoño hombres venidos de Flandes han hecho surgir, entre flores, paraísos de delirio y deseo.

Y quizá añadiría que, durante esas noches, convive en sus estancias con visiones de ciudades distópicas o puentes urbanos a modo de estelas. O puede que juegue con un extraño ajedrez donde para dar jaque mate haya que dotar de color a las piezas. Un sitio en el que gracias a quienes se han dado cuenta de que el rey, efectivamente, iba desnudo tienen cabida los personajes de Alicia, los replicantes de Blade Runner y retratos anuales de amor filial, esta vez con ojos de Caperucita y con fondo de Star Wars, por no hablar de los xenormorfos de Alien y otras hibridaciones. Un lugar donde también hay viñetas canalizando vida, rostros con los que cambiar miradas profundas, petroglifos que descifrar y en el que, incluso, el secreto del pliegue de un talle o del bies de una enagua viaja, desde un pincel, a un taller de diseño.

Desde allí se inician caminos que nos llevan a seres y formas que habitan la Puerta del Rincón o el Vial. O, desde otras salas, a vuelos de palomas y manos de paz en el Arroyo del Moro, mientras se anuncian águilas en tránsito desde la Sierra, nacidas entre pedrerías, algunas de las cuales ya vigilan desde hace tiempo otros patios. Y que también nos conducen a mundos acogidos tras la fachada brillante que sirve por las noches de mascarón de proa a la península de Miraflores, a meninas intuidas y universos proteicos en la sede de Cajasol, a las sugerencias fotográficas que custodia la casa de Ana Jacinta y, últimamente, a paredes urbanas en las que los collages de Moholy Nagy anuncian un nuevo advenimiento de La Bauhaus. Mientras tanto unos vuelven y esperan desde la Casa Góngora y otros miran hacia atrás en el Colegio de Abogados.

Todo se une a una serie de antecedentes, testimonios y enlaces con la historia, largos de ennumerar -y no exentos de frustraciones- que nos hablan de que, más que islas (alguna en el Guadalquivir por donde también asomó, en cierta ocasión, fuera del agua, la cabeza de un inesperado visitante) lo que aparecen y desaparecen son archipiélagos recordándonos que la ciudad aún tiene pendiente resolver de forma estable y armónica sus relaciones con el arte contemporáneo. Ese archipiélago al que modo admonitorio nos remite una coda de Esquilo, algo perdida en un rincón de la muestra de Vimcorsa.

Y hasta puede que estos días repongan Brigadoon en la tele. Y con ella recordemos, que hay que aprovechar los momentos para propiciar realidades en esa ciudad, de luna grande, viejas calles y tabernas que solo algunos saben hallar, donde junto a lo tópico y lo atípico, se acogen eutopías y se temen distopías. Pero que siempre aspira, al menos, a un trocito de utopía.

* Periodista