En una España, hoy escarnecida debido a su franquismo avant la lettre, por la fuerza política de mayor impulso del panorama nacional y olvidada a causa de un posible contagio de obscurantismo por el partido gobernante, la España de los Reyes Católicos, se difundió el dicho cortesano: «La Reina aprende latín y todos nos inclinamos a secundar su ejemplo». Excelente y muy loable imitación, sin duda, la de instruirse en el idioma del Lacio, hoy insoslayablemente condenado a una extinción educativa indigna y fatal por la actitud activa o pasiva de todos los componentes del variopinto arco parlamentario, rivales en perpetrar tan alevoso asesinato en el menor tiempo posible. Crónica de una muerte anunciada la que se escribe ya en estos días en el Congreso de los Diputados a propósito de la desaparición del Latín en la enseñanza secundaria.

Con su supresión adelantará y mucho la cruzada contra el lenguaje de las élites, que no es otro que el de la pulcritud y corrección, pero en el pensamiento de sus ardidos impugnadores parlamentarios mero secuestro y culpable suplantación del idioma del pueblo, a cuya difusión todos los poderes del Estado han de contribuir sin desmayo para favorecer los intereses y desenvolvimiento de «los de abajo»...

El ejemplo, sin embargo, sigue viniendo, como en la época de la construcción y auge de Europa, de «arriba», y la campaña desplegada desde el Congreso de los Diputados por los gerifaltes de un belicoso partido a favor del vocabulario koprófilo y grosero ha hecho rápidamente progresos acelerados, a la espera de que, con la implantación del urente verano español, festivales y certámenes de reclamo preferentemente juvenil den nuevas y crecidas alas a la propagación de sus expresiones y términos más impactantes, ensanchados y consolidados así hasta un grado insospechado por buena parte de la asombrada --¿y alarmada...?-- opinión pública.

Según algunos de nuestros historiadores más respetados, lo rahez fue si no una de las características del idioma castellano, sí desde luego una de sus notas dominantes en el periodo de su forja. Mas, claro es, no existe razón alguna para hacer arqueología lingüística y exhumar palabras y dichos arrumbados por el enriquecedor avance de la sensibilidad en las sociedades modernas y entre ellas, más o menos a redropelo, la española. Cierto es que el mismo angelical y soñador A. Bécquer no anduvo remiso, a la hora de escribir en colaboración con su hermano el pintor, un nauseabundo panfleto contra la «Reina castiza», o que uno de los más grandes prosistas de los últimos decenios, C. J. Cela, fue un virtuoso en el empleo del más completo diccionario koprófilo; pero nada ello puede contraponerse a la obra de un D. Juan Valera, un Azorín, un Juan Ramón Jiménez o un Ortega Gasset, caracterizada por el impar dominio del lenguaje más caudaloso y ático.

Evidentemente, pues, la lucha por la libertad y la igualdad --noble y permanente combate de toda sociedad bien constituida-- no tiene sus frentes principales en la koprofilia y rudeza lingüísticas. Muy por el contrario, la sociabilidad y convivencia más enriquecedoras arrancan siempre del respeto por el lenguaje, principal instrumento y argamasa de su existencia. Si hiciera falta el testimonio de la Historia para testimoniarlo, esta lo presentaría ex abundantia.

* Catedrático