Groenlandia está de moda. Uno confiesa su falta de originalidad al recurrir, también, al evocativo panal de rica miel que fue esa canción de Zombies, uno de los grandes himnos de la movida. Trump quiere comprar Groenlandia, lo cual me empuja a comparar enormes topónimos con aquellos rotores musicales de la Transición.

Para aquella generación que le dio un puntapié a la dictadura con colorido y petardeo, Alaska y Groenlandia tienen un componente dickensiano: casi el hombre rico y el hombre pobre de una memoria musical; la primera, un personaje que ha pactado con un Dorian Gray trans para seguir marcando la banda sonora de nuestra vida cuarenta años después; la segunda, una pequeña melodía, que se quedó varada en el pistoletazo de los ochenta, pero que tiene la fuerza de ser citada más que un artículo de Science. Barriendo para dentro, Alaska y Groenlandia, serían como Medina Azahara y el ignoto Palacio de Almanzor. O, en la jerga de Espronceda, cual si fuesen Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente los Estados Unidos de América, dispuestos a tirar de la chequera, tal y como hicieron con los rusos. Los hijos de Stalin hubieron de pensar qué necios fueron los zares, con lo bien que quedaría una batería de misiles soviéticos en la bahía de Anchorage, y el regusto de escribir Amerika en territorio propio.

Ahora Trump quiere revisitar anacronismos, como cuando se compró Manhattan a los indios con cuentas de vidrio y otras baratijas. Groenlandia es una tierra grandota salpicada de contradicciones. Una de las mayores islas del mundo cuyo titular es un país geográficamente minúsculo, marcada esa paradoja por la denominación de origen vikinga. No es el único caso. Leopoldo II, el rey de los belgas, se zampó, con su aviesa megalomanía, ese Congo de Joseph Conrad revisitado por Vargas Llosa. O naciones que pintaron poco en la colonización de América -el caso francés- aún se permiten tocar cacho de soberanía en su fachada caribeña, con el regusto de lanzar misiles desde la misma. También rebosa incongruencia su etimología, pues Groenlandia significa Tierra Verde. Ningún problema, pues ahí está el amigo Trump para poner viento en popa su cinismo. Con la boca chica sostiene que el cambio climático es un asustaviejas, o una patraña de tanto burócrata embutido de ecologista. Pero sabe que el deshielo le conviene para soñar con una operación inmobiliaria que lo anclaría a la Historia, más que un muro que, desde los cielos, no dejaría de parecer una irregular cremallera.

Se construirían estadios de beisbol sobre los antiguos glaciares, y ese crujido del hielo de las morrenas sería sustituido por un buen estrujado de latas de Budweiser cuando el territorio groenlandés albergase una final de la Superbowl. Claro que Groenlandia ya no sería Groenlandia, sino Trumpia, cual Rhodes puso durante un tiempo nombre a Rhodesia, hasta que aquella nación emancipada quiso desterrar tanta crueldad del explorador blanco.

Copenhague queda muy lejos de ese vasto territorio autónomo y aún congelado. Una buena excusa para el instinto mercantilista del inquilino de la Casa Blanca, dado que la voluntad de la población autóctona puede ser para Trump un asunto menor, cuando lucentinos y montillanos suman más que todos los habitantes de la codiciada isla. Para quien se nutre de la supuesta legitimidad de la falacia, eso de comprar voluntades es un asunto menor. En ese temerario cuento de la lechera, Trump no cabalga sobre un tigre, sino sobre una bomba de relojería.

* Abogado