Ni siquiera el dolor consigue unirnos. Lo estamos viendo estos días, con los episodios sincopados de filtraciones cruzadas y traiciones, escándalos, raleas. Lo estamos padeciendo, lo sufrimos. Pero tampoco es nuevo: hace apenas un mes, el recuerdo del asesinato de Miguel Ángel Blanco -que por una vez sí nos unió, sí consiguió la piña de una calle total que saliera al encuentro de los asesinos-- sólo sirvió para evidenciar, de nuevo, que España es el país con la distancia más corta entre la diferencia de criterio y la agresión latente. Entre medias, lo que puede ocurrir entre la causa aparente y la consecuencia inevitable, es el diálogo, y en España no se dialoga. Se grita, eso sí. Mucho. Se trata de pisar el argumento de quien se tiene enfrente. Se gasta más energía en intentar desbaratar lo que se nos explica -suponiendo que alguien, aún, pretenda convencer, y no machacar al adversario-- que en tratar de entenderlo. Los programas televisivos no son solamente una representación, un escenario más o menos pautado con unos frentes previos que nunca nos defraudan --cada grupo a un lado, como si en el mundo no existieran los matices--, sino un reflejo de una manera nuestra de ser y proceder. Si eres de izquierdas, pues eres de izquierdas. Y ya está. Si eres de derechas, eres de derechas. Y ya también. A los que están en medio se les acusa de tibios o de fachosos encubiertos. Y doblemente ya. Como si los tonos grises existieran únicamente en los planos gaseosos de las películas de Bogart. Como si todos fueran tonos oscuros o claros únicamente, igual que vestimentas de equipos enfrentados. Y además nos sirve para todo. Ahora, por ejemplo, el asunto parece ser la islamofobia, que es un racismo disfrazado de tendencia o patología sociológica. O estamos a favor de abrazar a cualquiera que nos llegue con un Corán en la mano o estamos deseosos de mandarlo de vuelta a su país, aunque sea tan español como nosotros. No hay un paso intermedio. No se habla de la crisis de refugiados, no se habla de las guerras, no se habla de que la primera población mundial en sufrir el terrorismo islamista es la población musulmana en sus países de origen. No, para qué. O buenista o xenófobo. No vayamos a hilar cuatro ideas seguidas, no vayamos a escucharnos y empezar a complicarnos la vida.

Pensar, leer y escribir es complicarse la vida para luego poder desmadejarla. Por eso en España escribir es llorar, que decía Larra: y leer, y escribir crítica literaria, y editar. Salir de la patada al dios del fútbol, dejar de comentar la última sanción de Cristiano Ronaldo es aquí tocar la Ilustración. Y mientras, vamos a sacudirnos. No importan los motivos, siempre que podamos coger un buen garrote para homenajear permanentemente a Goya. Ahora, también la manifestación en Barcelona. Antes, la comparecencia del jefe de los Mossos. Cualquier coartada es buena: Miguel Ángel Blanco, tratar de convencernos de que representaba --¿por qué?-- a todas las víctimas. Y mucho antes también el 11-M: qué matraca nos dieron con la conspiración, enfrentando a la gente, que estaban las aceras y los taxis que echaban chispas por las mañanas, cuando aquello ya era, y así se ha visto, una antesala más del pavor que hoy nos lacera.

Es igual cada día, cualquier tema: pase lo que pase, sea lo que sea, nos vamos a enfrentar. No dialogaremos absolutamente nada. Lanzaremos cada uno todos nuestros discursos como si fueran piedras, pensando en imponer, no en sugerir, ni en abrir una puerta hacia un pasillo que nos lleve a una habitación conjunta, amplia y confortable, con sitio para todos. Hasta la Transición se ha puesto en jaque, y Alberto Garzón, valiente retroactivo, ha calificado a sus mayores, el PC de entonces, como una izquierda domesticada. Luego un lerdo en Sabadell tacha de franquista no sólo a Antonio Machado, que ya es un «manifiesto subnormal» y no en la tradición de Manuel Vázquez Montalbán, ¡sino también a Góngora y Quevedo! Esto es España. Inventar una razón para no ponernos de acuerdo, incluso en las contadas ocasiones en que, milagrosamente, lo estamos: véase, como hablábamos arriba, la propia Transición, modélica para el resto del universo pero una especie de farsa de sofá para la nueva intelectualidad revisionista.

Vivimos en el grito. Y como está comprobado que el diálogo no va con nosotros, sería una maravilla abandonar de una vez toda esta discusión, que nunca llegará a nada. Podríamos intentar ser brillantes en algo, aunque sea en el silencio sepulcral de la tierra.

* Escritor