El momento actual se entiende mal: situaciones superpuestas y desagradables, al menos, de difícil comprensión y solución: el Papa y sus notables, las migraciones y sus desastres, el beneficio útil en el negocio de la venta de armas (o vendes o dejas a los tuyos sin trabajo); los precios de alquileres y venta de pisos, la perspectiva de la gente joven para desarrollar su capacidad profesional y poner cimientos en su vida, las exigencias de una parte importante de los catalanes… Nos quejábamos juntos, Pedro y yo, al final del verano o las vacaciones. Viejo amigo y hombre moderado, abogado y maestro de escuela. Le transmití mis miedos, el repentino ahogo que bastantes padecemos: ruidos, quejas, guerras, desahucios, exigencias, mentiras, sin sentido ni lógica…Todo parece torcido o, quizá, solo es eso: nuestro punto de vista. Oscuridad colectiva y tristeza para bastantes. Es lo que nos parece: un pesimismo general. Como el presagio de algo terrible que se viera venir. Pedro y yo, como la mayoría, tenemos una casa, una familia, un sueldo fijo.., pero estamos tristes por cuanto se respira. Quizá vemos más que nunca y eso produce el contagio.

Tal vez falte el grito, la poderosa voz autoritaria y competente, de una persona o grupo de personas ejemplares con poder y buen sentido. Estamos a tiempo. Un grito se me ocurre y que me alcanza con una evocación. Porque los doberman son fuertes y con fama de fieras y yo tuve la increíble fortuna de, por unos instantes, disponer de un grito, aquella voz. Ya os digo o cuento: una voz poderosa y convincente, más que terrible, por su evidente y consecuente autoridad.

Ejercía como maestro en el colegio de La Trinidad. Era tutor de un curso de chavales de Segunda Etapa, doce o trece años. Junto a la Hípica, al borde de la Sierra y bajo las Ermitas, teníamos El poli. Fue un regalo a don Antonio Gómez Aguilar, el párroco, una parcela suficiente para convertirla en campo de deportes, al que acudían todos los cursos superiores cada semana. Y claro, los balones iban y venían hasta saltar la tapia e ir a parar a la carretera o a Disco Tres, la discoteca colindante. Los alumnos acudieron para que yo les ayudara. El problema era serio porque dos doberman vigilaban eficazmente el recinto de la discoteca, al otro lado. Era un lugar para festejos y fiestas que compartía la tapia con nuestro Poli. Salí con un grupo de ellos hacia la entrada. Una cancela con un candado sin cerrar. Bastaba con correr el cerrojo, pero allí aparecían los dos bichos con sus bocas babeantes y medio abiertas en las que resaltaban muchos dientes. Estaban quietos, sin ladrar, mirándonos y esperando como guardines experimentados para saltar en cuanto diéramos los pasos o tocáramos el cerrojo o la puerta. Y ahí me tienen, rodeado de niños que confiaban en mí o en que me llevara un buen susto. Dos animales esbeltos, quietos, pensativos.., fuertes e imponentes y de orejas cortadas y espeluznantes.

Más segundos de silencio, de expectación, sin voces ni ladridos, como una medida o comparación de fuerzas. Los niños miraban a los perros y esperaban una solución de mí, que alguna vez los había sacado de pequeños apuros. Aquel era tremendo.

Unos segundos y un silencio junto a los latidos de mi corazón por el milagro de aquellos niños callados. Unos segundos de ansiedad, sin voces infantiles ni ladridos, con muchas miradas sobre mí y sobre las fieras. «¡Qué, maestro! ¿El balón o qué?». Y se me ocurrió prorrumpir en aquel grito insólito y desconocido por mí mismo: un estallido, que rebotó en las Ermitas como trueno extraño y poderoso. Aquella autoridad inusual en mí. «¡Eh, vosotros, perros: ya os estáis largando! ¡Fuera de aquí! ¡Antes de que entre!». Aquello debieron oírlo y producir sorpresa en los mismísimos ermitaños, siempre tranquilos, soñando o en oración. Lejos pero con el silencio que nos envolvió.

Así, los animales se empequeñecieron y se dieron media vuelta como corderos al mandato del pastor. Despacio hasta desparecer tras la discoteca. Fue un grito autoritario como los alumnos no habían conocido, con convencimiento y útil. Por todos ellos. Solté el candado y varios de los chicos entraron a coger el balón. El grito necesario, oportuno, único y útil. No he vuelto a conocerlo en mí. Algo así, aunque coral, por los poderosos, necesita este mundo, antes de que el miedo, la desgana, se conviertan en hedor. Un generoso y útil grito para espantar el poder desquiciado de tantos doberman.

* Profesor