“Líbranos, Señor, de la pureza de los niños». Así podría comenzar cualquier sentimiento sarcástico de la vida. No está falta de razón esa trillada vindicación de que la verdadera patria es la infancia. Una patria, no obstante, con muchas aristas, recelosos ante actitudes manifiestamente maniqueas. La niñez abandera la expresión máxima de la inocencia, pero también atesora nuestros mayores miedos. El terror difícilmente puede sustraerse al corifeo de infantes cantando en la oscuridad, y la alta literatura ha encontrado un buen referente en la quebradura de las máximas de Rousseau. Valgan como ejemplo el magnífico Señor de las Moscas, de William Golding; o más recientemente la República Luminosa, de Andrés Barba.

En ese juego fascinante que conduce a la santidad de la perdición, es notorio el episodio de la Cruzada de los Niños. A mitad de caballo entre la fábula y la crónica, en ese medievo que otorgaba licencia para cazar dragones, miles de impúberes atravesaron Europa; almas sin mácula como indestructible herramienta de la fe para reconquistar los Santos Lugares. Muchos de los orantes que embarcaron en Niza se ahogaron en un naufragio; el resto fueron vendidos como esclavos en Alejandría... las huellas de una moraleja que en su reverso emparienta con Hamelín y su flautista; o con la pinochesca Isla de los Juegos.

Ni jurídicamente, ni por edad pediátrica, Greta Thunberg es una niña. Los 15 años pertenecen al Dúo Dinámico, y los 16 de Greta se categorizarían en la sesuda figura del menor emancipado. Greta Thunberg es sueca y vivifica las trenzas de Pippi Langstrump: ese desparpajo de lucidez que te ofrecen las primeras páginas de la vida; unos instantes de eterna juventud sustentados con cordial irreverencia, distantes en el fondo de la densa melancolía de Peter Pan.

Greta lleva meses plantándose ante el Parlamento sueco cargada de ingenuidad y de razón. Para muchos, su cruzada frente al Cambio Climático era una versión posmoderna de la Cerillera de Andersen, una concesión a los científicos para hermanarse con los niños y los borrachos en la búsqueda de la verdad. Pero en esta era de niños digitalmente sabios, la actitud de Greta se ha hecho viral. Y por la gloria de sus trenzas, una juventud cada vez más concienciada ha empezado a cantar las verdades del barquero. Desde el cinismo, no faltarían argumentos para rebatir la originalidad de este movimiento: cuántos cambios de temperatura ha conocido el planeta, más aún que el cambio de sus polos magnéticos. Ni siquiera sería la primera extinción masiva de especies, sino la sexta. La primera, de todos modos, con un condicionante netamente antrópico. Esta movilización de los jóvenes es un aldabonazo en la desigual carrera que la humanidad se ha otorgado entre la destrucción y la rectificación. La negación del aumento de las unidades de CO2 en la atmósfera es la pacata traslación a nuestros días de la planitud de nuestro mundo, o que todos los astros giran alrededor de la Tierra. Por mezquindades e intereses propios, el tontocentrismo todavía impera.

Nos fascinan las niñas emperatrices, su magisterio en cortes bizantinas, y la boca chica de aceptar sus propuestas. Se olvidan los negacionistas que estos niños pronto serán votantes, y tendrán todo el derecho del mundo de apear a los que con aviesa frivolidad están poniendo en juego la supervivencia de la Tierra. Ante tanto hartazgo de arrogancia, los niños pueden dar mucho miedo.

* Abogado