Recuerdo casi textualmente sus palabras: «¿Que eres de Villanueva de Córdoba y no sabes qué jamón es bueno? Te diré una cosa: el jamón bueno es el que desaparece del plato. El jamón bueno es como el arte, te entra sin que te des cuenta». Quien así hablaba hace treinta años a un periodista de prácticas, durante una de aquellas recepciones tan informales como de categoría de los años 80 (hace tiempo que ya son historia) era José García Marín, Pepe el del Caballo Rojo, aquel hombre que se dirigía con la misma cercanía, cariño y desprecio al valor del tiempo (algo que también hoy en día es incomprensible) tanto al Rey como a aquel pringado articulista en ciernes.

El caso es que nadie desde entonces me ha resumido de una forma más intuitiva, práctica y contundente lo que es el arte. Bueno, quizá sí otro García: Pablo García Baena.

No voy a decir que fui (ni siquiera que pude aspirar a ello) amigo de tales genios. Pero me siento orgulloso de haberles conocido y escuchado (no sé si pude disimular la cara de boba admiración) en multitud de actos en tres décadas de acontecimientos sociales y culturales cordobeses. Me conformo con presumir de que hubo un roce, recordar que el roce hace el cariño y que el mío era enorme por el poeta de la cocina y el cocinero del verso. «Artesano» se definía el propio Pablo al hablar de sus guisos de palabras, que tenían todo el sabor al amor de la cocina de una abuela.

Por supuesto, no me cansaré de decir lo que es casi un tópico sobre ambos grandes: «Nos queda su legado». Sí, sin duda. Pero para mí no será suficiente. Faltará siempre de los dos garcías lo que no recogerá la Wikipedia: la sonrisa de cuando te saludaban, la majestad del ánimo, el preguntarte e interesarse por cómo te va la vida, esa finísima socarronería cordobesa buscándole la vuelta a cada frase de la conversación, esa filosofía llena de amor a la vida y ese sereno humor.

Para mí que el barrio de Santa Marina imprime carácter en esas cosas.

Así, los dos garcías me dieron otra lección, ésta sin palabras: que son los mindundis con un carguillo a los que hay que temer. Porque los que son y se saben auténticamente grandes nada tienen que demostrar y pueden permitirse ese lujo de hacerte partícipe de su grandeza.

Grandes garcías. Grandes.