Se llamó en la centuria en la que le tocó vivir don José de Valdecañas y Herrera, y hubiéramos reparado poco en él --los que le hemos sucedido-- si su nombre no hubiera sido grabado por el célebre pintor don Antonio del Castillo en el lienzo de San Rafael que aquél le encargó en el año 1652, y que en estos días se exhibe en la exposición conmemorativa del centenario del nacimiento del artista en la sala Vimcorsa de la capital.

Nació Valdecañas en Granada en 1595, como se acredita en el expediente de aspirante a ocupar un cargo en el Santo Oficio, conservado en el Archivo Histórico Nacional, y fueron sus padres el burgalés don Francisco de Valdecañas y Arellano, oidor de la Real Chancillería granadina, y doña Luisa de Herrera y Pineda, hija del alcaide de la villa de Priego don Alonso de Herrera. Todas estas circunstancias jurídicas y políticas influirán a la postre condicionando la vida de nuestro personaje.

Don José de Valdecañas cursará estudios de grado en la capital cordobesa, en la que ya se acusa su presencia en el año 1606. Muchos años después, en 1648, por obra y gracia de sus méritos --hidalgo notorio y abogado de presos de la Inquisición-- consigue una veinticuatría en el concejo.

Ha sido el historiador y académico Juan Aranda Doncel quien en sus investigaciones ha profundizado en algunos aspectos esenciales de la biografía de nuestro personaje. Sabemos por ellas que vivió en la plazuela de Doña Peregrina del barrio de Santiago (hoy denominada indebidamente plazuela de Las Peregrinas, como hemos comprobado siguiendo sus huellas) y que participó activamente en la gestión de la hermandad de Jesús Nazareno, de la que fue su hermano mayor en dos periodos dilatados: 1626-1639 y 1643-1656. Sus asiduas intervenciones en los correspondientes cabildos de estos años revelan el interés de Valdecañas en el buen gobierno de la cofradía, así como su entusiasmo hacia la imagen titular, hasta el punto de aceptar los hermanos de ella que el corazón del hermano mayor, según sus deseos expresados pocos meses antes de su muerte, quedara depositado en la peana del altar de la iglesia hospital de Jesús Nazareno, claro símbolo de un inusitado fervor barroco.

El capítulo más importante de la vida de Valdecañas sin duda alguna fue la promoción del culto a San Rafael, por su intercesión milagrosa en la desaparición de la epidemia de peste bubónica que asoló a la ciudad en los años 1649-1651, con la celebración de fiestas eclesiásticas y seculares en su honor y loor (toros, justas y certámenes literarios), la erección del triunfo del santo en el Puente Romano, los comienzos de la edificación de su templo y la fundación de su cofradía en 1655, además de sufragar el lienzo de Castillo para el vestíbulo del salón municipal en que se celebraban las sesiones a la sazón.

Toda esta incesante actividad no sería bien comprendida si no abordáramos una faceta hasta el presente inédita. Me refiero a la situación económica del insigne patricio granadino desposado con la dama doña María de Caracuel y Aguilera en la villa de Priego en 1628. Se conservan los protocolos de las capitulaciones y dote que revelan el cuantioso patrimonio con el que la nueva pareja se habría de sustentar: casas, cortijos, esclavos, dineros en moneda de vellón, ropa blanca y de mesa, joyas, coche, caballos, vestidos de damasco, jubón de espolín de oro y plata, cofrecillo de carey y múltiples censos, que con las arras totalizaron 4.863.711 maravedíes. Esta considerable fortuna se vería acrecentada con los bienes del doctor don Martín Caracuel Palomar y Aguilera, beneficiado de la parroquia de Santiago de la ciudad de Granada, tío de la esposa. En el Archivo de la Catedral de Córdoba existe un ejemplar impreso de las alegaciones que formuló el abogado don Baltasar de Villanueva en el pleito que en 1648 se entabló contra Valdecañas, sin que fuera parte su mujer, a cuyo favor se habían vinculado los bienes cuya propiedad se disputaba.

Murió don José de Valdecañas en Córdoba a finales de 1659 y en su testamento, como expresión de una sensibilidad religiosa típica de la Contrarreforma, dejó establecido que lo enterraran en el convento de San Agustín, y que le dijeran mil misas, declarando por herederos universales a sus seis hijos vivos y beneficiando al primogénito, el licenciado don José Antonio de Valdecañas y Herrera, con el tercio de mejora. Resulta al menos curioso que en el testamento que éste otorgó en el año 1680 afirmara que su padre era natural de Córdoba, tal vez persuadido de haber transcurrido casi toda su vida en nuestra ciudad.

* Real Academia de Córdoba