Estudiar en la mesa del comedor, en medio del ruido de los otros hermanos, con la televisión puesta a toda volumen, con el ir y venir de su madre, los gritos de peleas, las discusiones de todo tipo. Es el rincón calentito de la casa, donde se hace todo porque lejos de la estufa encendida, el resto del piso es tan frío que las paredes sudan esa pátina brillante. Duerme sepultada bajo unas cuantas mantas, un gorro en la cabeza, que en las orejas es donde más se notan las bajas temperaturas. Y a pesar de todas estas circunstancias, estudia y estudia, memoriza datos, descifra problemas, aprende a entender el funcionamiento del mundo con las herramientas que le va dando la escuela y, aunque esto no quite el frío, por lo menos le permite encontrarle algo de sentido a la situación, entender que la pobreza no es un defecto congénito ni un hecho casual, que es la consecuencia de una organización de las cosas que hace que unos cuantos lo tengan todo mientras otros, como ella y su familia, se tengan que conformar con estar todos juntos en el comedor. Pero da igual, no disponer de un escritorio ni una habitación propia no le impide ir desgranando las metáforas herméticas de Ausiàs March ni las ecuaciones de segundo grado. El único inconveniente es que al llegar al examen y hacerse venir todo lo que ha memorizado, le vienen también los dibujos que miraban los niños, la voz de la madre regañando a uno u otro, la de la abuela quejándose de cualquier dolor. Todas estas informaciones surgen también cuando vierte en el papel las condiciones sociales previas a la Revolución francesa o las características formales de la Anunciación. Un auténtico currículo oculto, el del ruido del comedor y el frío.

También está quien estudia en medio del silencio sepulcral de un piso vacío, sin hermanos ni padres, que tiene que trabajar las horas que haga falta para cubrir las necesidades más básicas. En este caso la chica lleva la llave al cuello desde muy pronto, se prepara la merienda y se pone a estudiar cuando le parece que tiene que hacerlo. Nunca hay nadie para recordarle sus obligaciones. Y como está sola en casa, ni la estufa puede encender, así que se acaba aprendiendo el sistema fonético con el anorak y los guantes puestos, como si estuviera a la intemperie.

Vivimos en un lugar donde se habla mucho de diversidad, decimos que sabemos integrar las diferencias, pero abordamos más bien poco la más grande de todas, la de la desigualdad. No es la cultura, la lengua, la religión ni la procedencia geográfica lo que nos separa, es el hecho de tener o no tener un escritorio en el que estudiar en silencio, tener o no tener una casa caliente en invierno, tener o no tener la nevera llena, tener o no tener un lugar digno y propio donde vivir y no, simplemente, sobrevivir.

* Escritora