Una de las secuencias más impresionantes que hemos visto en el cine es la final de la adaptación cinematográfica de Diálogo de carmelitas, de George Bernanos. En esa escena, las monjas del Carmelo son llevadas, una a una, a la guillotina, mientras van cantando uno de los más bellos cantos litúrgicos gregorianos, el Veni Creator Spiritus. Mientras caen las cabezas de las religiosas, el coro se va haciendo cada vez más reducido. Sólo quedan dos voces, luego una. Pero en ese instante, partiendo de un rincón, una nueva voz se eleva más clara, más resuelta que las otras y, sin embargo, con algo de infantil. Y aparece avanzando hacia al cadalso, a través de la multitud que se aparta, impotente, la pequeña Blanca de la Force, la carmelita Blanca de la Agonía de Cristo, siempre angustiada y miedosa, que había abandonado por temor el convento. Es ella la que canta la última estrofa del Veni Creator, hasta que su voz se calla, como han callado una tras otra, las de sus hermanas. Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, el gran desconocido. Ya en su tiempo, Pablo VI decía que el Espíritu Santo era el gran desconocido, con estas palabras: «El Espíritu Santo es poco conocido por nuestra cultura religiosa, poco anunciado por nuestra catequesis, poco honrado por nuestra piedad, poco estimado por nuestra espiritualidad». El espíritu es la fuerza innovadora de Dios, «dador de vida», «viento» libre e impetuoso, «aliento», «lengua de fuego». Su misión es construir la comunión en la diversidad. Por eso, aquellas carmelitas que ofrecen su vida bajo la guillotina, entonan en sus instantes finales, la presencia del espíritu, que alienta sus pasos hacia el martirio. En el libro de los Hechos de los apóstoles, se relatan tres «venidas del espíritu». La primera, el día de Pentecostés, que produce como fruto el entendimiento entre los que hablan lenguas distintas. La segunda venida, cuando los apóstoles salen de la cárcel y se reúnen con la comunidad: la presencia del espíritu produce la «libre audacia» o «valentía» para anunciar el Evangelio. La tercera venida, se produjo el día que Pedro admitió a los primeros paganos en la Iglesia: el espíritu no está asociado a una cultura, a unos ritos o a una religión, sino que trasciende todos los límites que los hombres le intentamos poner a Dios. La liturgia de la Iglesia invoca hoy la presencia del espíritu Santo para que descienda sobre el mundo como una brisa que nos recrea, infundiendo en nuestro corazón inseguro la certeza del amor de Dios. Una presencia que aliente al laicado, -hoy el Dia de la Acción Católica y del laicado-, para que realice esa «transformación» que el mundo necesita. Todo es difícil en esta hora, que parece sumirse en unas tinieblas sin precedentes. El miedo a la pandemia y el presentimiento de una silenciosa esclavitud parecen dejar muda a la sociedad. Hace ya varios años, en Colonia, Benedicto XVI habló a los jóvenes, de la «revolución de Dios», el paso a una humanidad nueva y renovada, una nueva civilización, donde reine el amor, la caridad y la paz, donde la verdad nos haga libres y misericordiosos y donde se siga el camino de la felicidad que se basa en el camino de Jesús, que él mismo nos dejó como «autorretrato» suyo en su novísimo estilo de vivir. James F. Keenan, un jesuita norteamericano especialista en moral, afirma que ser cristiano equivale a «entrar en el caos de otras personas». En ese caos existencial que ha crecido con la actual pandemia, muchas personas han crecido como creyentes porque, empujados por el espíritu, han comprendido que la situación actual, por dura y exigente que sea, es una ocasión en la que el cristiano está llamado a dar lo mejor de sí mismo, como momento de gracia por el encuentro con el Señor y por la entrega a los demás. La fiesta de Pentecostés nos invita a elevar un himno de esperanza: «Ven, Espíritu Santo, y libéranos del vacío interior, porque poco a poco estamos aprendiendo a vivir sin interioridad, sin principios. Ven, Espíritu Santo, y libéranos de la desorientación, porque estamos aprendiendo a vivir sin raíces y sin metas. Nos basta con dejarnos programar desde fuera; nos movemos y agitamos sin cesar, pero no sabemos qué queremos ni hacia dónde vamos. Ven, Espíritu Santo, enséñanos a vivir y enséñanos a amar, porque queremos ser libres e independientes pero nos encontramos cada vez más solos; necesitamos vivir y nos encerramos en nuestro pequeño mundo, a veces tan aburrido; necesitamos sentirnos queridos y no sabemos crear contactos vivos y amistosos. Ven, Espíritu Santo, y enséñanos a creer, porque llenos de ruidos y de prisas, no nos queda tiempo para escuchar tu voz; volcados en nuestros deseos y sensaciones, no acertamos a percibir tu cercanía». El mundo necesita hoy la presencia de ese gran desconocido, -vida, fuego, luz, fuente del mayor consuelo-, al que santo Tomás de Aquino, invocó con esta hermosa plegaria: «Espíritu Santo, Dios de amor, concédeme una inteligencia que te conozca; una angustia que te busque; una sabiduría que te encuentre; una vida que te agrade; una perseverancia que, al fin, te posea».

* Sacerdote y periodista