Hace unos días, coincidiendo con las primeras noticias sobre la composición del nuevo Gobierno, se inauguraba en Córdoba un monumento que simboliza a las trabajadoras de la empresa municipal de limpieza. Una estatua que se suma a las varias que existen en la ciudad dedicadas a una genérica mujer --la cordobesa, la que lee un periódico, la que riega unas macetas-- y que contrastan con las muchas dedicadas a hombres singulares. Mientras que ellas continúan simbólicamente situadas en el terreno de las «idénticas» --no tienen nombre, son intercambiables, no importa su individualidad--, nosotros conquistamos hace siglos el espacio de los iguales y en él seguimos, siendo visibles por nuestros logros, por nuestra subjetividad, por el nombre en virtud del cual existimos. Este reparto, que no es meramente simbólico, ya que implica unas relaciones de poder, es una de las bases del patriarcado.

Dada la persistencia de esa estructura de poder, que entre otras cosas se caracteriza por su enorme capacidad de reinvención, es tan relevante que nuestro actual Gobierno cuente con tantas mujeres con poderío. El solo hecho de estar, al que por cierto tienen derecho nada más y nada menos que por su condición de ciudadanas, es toda una apuesta política que sirve para marcar diferencias frente a lo vivido y que afirma un compromiso indiscutible con hacer efectiva la democracia paritaria, o sea, la democracia de verdad. Pero es que además, las ministras nombradas por Pedro Sánchez evidencian algo que a muchos todavía parecía no quedarles claro: que existen muchísimas mujeres preparadas, valiosas y con capacidades indiscutibles. Y que el problema ha estado, y está, en que la cuota masculina del 100% en el poder ha impedido que ellas accedan a los espacios donde nosotros hemos sido los reyes. Por eso, insisto, el debate no hay que situarlo en una cuestión de cuotas, sino en la realidad de una democracia en que los méritos y las capacidades de las mujeres jueguen en la misma división que los masculinos. Un objetivo que todavía necesita de apuestas políticas como la del actual ejecutivo que, entre otras cosas, pone en evidencia la injusticia de un lenguaje jurídico que invisibiliza a las que justamente ahora son mayoría. Hablemos, pues, de Consejo de Ministras.

Una vez sosegada la profunda emoción de los días vividos, que me ha hecho recuperar la confianza en la política, en la de verdad, en la que supone la gestión pacífica del pluralismo y la búsqueda de alternativas para hacer posible el milagro del mayor bienestar de todos y de todas, quedamos ansiosos a la espera de que, pese a las evidentes dificultades, este Gobierno haga lo posible por recuperar el vapuleado Estado de bienestar y sitúe a la igualdad como faro desde el que iluminar transversalmente sus acciones. El Gobierno más feminista de nuestra historia debería plantearse entre sus retos más inmediatos recuperar la vigencia de la Ley de Igualdad de 2007, convertir en realidad el Pacto de Estado contra la violencia y, entre otras cosas, hacer todo lo posible por reducir las enormes fracturas sociales que ha generado la política neoliberal del PP. Estos objetivos, junto a la recuperación del diálogo como escenario irremediable para ir encontrando respuestas a los dilemas territoriales, debería ser el eje esencial de un gobierno que nace débil en sustento parlamentario pero bien nutrido de energías feministas.

Confío además en que el mismo feminismo, a veces demasiado centrado en las identidades más que en las estrategias, se convierta en un aliado cómplice, capaz de superar las siglas y los debates que con frecuencia consumen excesivas energías y alimentan al adversario. Se trata de remar todas a una, todas y todos, conscientes de que tenemos una magnífica oportunidad para demostrar que la igualdad de género es un presupuesto incuestionable de la democracia y, por tanto, de la justicia. Dos términos que han de ser desmasculinizados si queremos que el futuro, otro futuro, sea posible.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba