Existe una geología política, no muy distinta a los sustratos geológicos y los buzamientos que descubres cuando atraviesas un puerto de montaña. Incluso podría detectarse una alteración de los polos magnéticos, tal y como ha ocurrido en este convulso periodo que desde un tiempo viene conociendo este país. Esta veta de carbonífero, datada sobre el 1 de octubre, ha sido solapada por un suelo arenoso, menos compacto, pero más permeable. Y se ha pasado de la psique de un liderazgo amparado en una insoportable discreción, al de una audaz --la audacia siempre es arriesgada-- puesta en escena que banderillea a una Europa somnolienta. Y hablamos de geología porque diez mil años atrás --caprichos climáticos-- la cosa habría sido muy distinta. Aún no habíamos salido de la glaciación de Würm, y los migrantes hubiesen adoptado caminito opuesto, huyendo de ese norte que se amojonaba con casquetes polares en el Ródano y en el que hacía cien mil años que había llegado el invierno. No es por justificar al votante italiano, pero sin esa abúlica y avara miopía noreuropea, habría menos Salvinis de turno. Sánchez ha movido ficha en el damero de los gestos, para el desconcierto del narcisismo de Macron. No faltarán detractores que recuerden que las demagogias las carga el diablo, más cuando Marruecos afila sus cuestiones de Estado como si se tratase de otro partido nacionalista dentro del tablero español: la lírica de la solidaridad requiere abonar el diezmo magrebí. Pero por mucho que Sánchez haya fletado en el Aquarius una cuestión propagandística, pesa un ideario que también da de comer al electorado. Valencia es Alicante, la última plaza del Gobierno de la República. De allí partió el Stanbrook, un barco carbonero británico que recogió a los últimos refugiados republicanos -a mi abuelo lo detuvieron cuando se dirigía a ese puerto- con rumbo hacia Orán. La Argelia francesa recibió con cierta desgana tantas vidas truncadas por la tragedia española. Por ello, al remarcar los flujos bidireccionales del Mediterráneo, Pedro Sánchez se ha ganado cierto halo de autoridad moral para la próxima cumbre europea, aquella en la que habrá que dar un toque de atención a la hipocresía norteña; o a ese bloque oriental más proclive a las concertinas y a olvidar que, cuarenta años atrás, sus ciudadanos soñaban con consumar primaveras de terciopelo.

La segunda embestida de gestos se dibuja en otra zona reconocida del espectro. Mientras Urdangarín ingresa en el módulo masculino de una cárcel femenina, como las arrecogías de Santa María Egipciaca, surgen las sondas del Gobierno socialista en torno esa otra zona cero de la memoria histórica. Es curiosa la evocación que presenta el Valle de los Caídos con el Valle de los Reyes, pero no busquen en el primero los ajuares de endiosados faraones, sino el polvo de una estética superada, más aún que por su crueldad, por su medianía. No reconviertan un espacio impostadamente telúrico, por mor de carceleros y verdugos, en un santuario donde algunos asocien el desquite contra el dictador con las hazañas de Howard Carter. Tenochtitlán asentó su belleza sobre un reguero de sangre. Pero aquí, cuando solo permanezca el dolor histórico y no el tangible, se rubricará definitivamente un espacio insípido, que nunca aglutinará el hondo sentir de los españoles.

* Abogado