El precio de vivir es envejecer; algo que en el lado positivo conlleva madurez, experiencia y sabiduría, y en el negativo achaques, angustia y con más frecuencia de la deseable una soledad aplastante. La mayor parte de las culturas que nos han precedido en el tiempo, y también muchas actuales, en particular si se mantienen al margen del capitalismo salvaje que todo lo pudre y fagocita, han otorgado a sus mayores un lugar privilegiado como gobernantes, consejeros o cabezas de familia, ennobleciéndolos como referentes y reservándoles una de las virtudes más relevantes que un ser humano puede ofrecer al otro: la pietas, es decir, la veneración, el respeto, la obediencia. Cuando en el imaginario popular se alude a un senador romano, no se piensa tanto en los requisitos sociales y en especial económicos requeridos para acceder a tal estatus, como en el aspecto honorable del mismo, encarnado por lo general en la figura de un anciano togado con el pelo blanco y aspecto noble. Obviamente, el cine y la literatura han contribuido en buena medida a conformar dicho topos, pero no anda muy lejos de la realidad. Se explica así que Augusto, en el foro que creó en Roma al servicio de su nueva idea de Estado y de sociedad, incluyera una galería dedicada a los summi viri, los varones ilustres; y como alegoría de su propia pietas dedicara una de sus dos exedras al grupo estatuario colosal de Eneas salvando a su padre (el pasado) y a su hijo (el futuro) en su huida de Troya. Podría poner muchos otros ejemplos, como la atención que el retrato romano prestó a los ancianos, de manera especial en la etapa republicana y tardorrepublicana, cuando todavía regían los grandes valores morales y el peso de la tradición que llevaron a Roma a convertirse en uno de los Imperios más sólidos y poderosos que ha conocido la historia de la Humanidad, si no el que más; antes por tanto del hedonismo y la frivolidad propios de tiempos de paz y prosperidad que acarrearían también un cierto culto a la juventud y la belleza, igual que en nuestros días. Muchos de esos retratos estremecen aún hoy, por su afán consciente en mostrar los estragos del tiempo, las miradas cargadas de melancolía, profundidad y saber.

Nuestro mundo, por el contrario, corroído por las prisas, el consumismo, la frivolidad y las apariencias, ha decidido arrinconar a sus ancianos, convirtiéndolos en símbolo de feísmo y finitud, como si quienes así lo hacen se fueran a mantener eternamente jóvenes. Por supuesto, no ocurre de manera generalizada, pero ya se venía observando hace tiempo como tendencia creciente que muchas familias prefieren la compañía de sus mascotas, a las que tratan como si fueran diosecillos tiranos del hogar y cuyas cacas y pipís recogen (a veces) sin el menor reparo, a la de sus padres y abuelos, confinados si es posible lejos del núcleo familiar para, en el mejor de los casos, irles a visitar de vez en cuando como quien se toma un jarabe amargo. Por si esa tendencia resultaba poco escalofriante, la crisis del coronavirus ha venido a estigmatizarlos aún más, convirtiéndolos en símbolo de contagio y letalidad, como si no tuvieran ellos bastante con saberse carne de cañón para el dichoso bicho. Nunca conoceremos con exactitud el número de personas mayores que se ha llevado la pandemia, ni tampoco sus historias terribles de sufrimiento, agonía y soledad, privados incluso de cama en la UCI o del derecho a despedirse de los suyos, pero lo cierto es que ese carácter superficial, voluble y huero que tanta vergüenza y sonrojo debería producirnos, acabará transformándolos por la fuerza de los hechos en símbolo de lo peor de la vida, cuando tendría que ser justamente al contrario. Todos estamos aquí porque antes nuestros padres nos trajeron al mundo y nos criaron, y a ellos nuestros abuelos, a costa muchas veces de penalidades sin cuento. Dedicaron sus existencias a nosotros, y ahora nosotros les damos la espalda cuando más nos necesitan, obligándoles a mendigar compañía, cariño y atenciones. Es verdad: la vejez no siempre resulta agradable ni placentera. El acabarse nunca lo fue, en ningún aspecto del mundo natural; pero por muchas veces que nosotros les limpiemos la caca o la baba, o les acompañemos a dar un paseo, estoy seguro de que ellos lo hicieron bastantes más y sin reproches. No permitamos que este virus -escapado de una mala novela darwiniana, o de un laboratorio nazi al servicio de la pureza de la raza y el triunfo, falaz sofisma, de la eterna juventud-, nos robe ese poquito que nos diferencia de los animales, y se lleve también por delante nuestra obligación de querer, cuidar y venerar a quienes debemos la vida; y, de paso, preparémonos para que si volviera a darse una situación como la vivida nadie sea condenado a muerte solo por su edad. Una sociedad que arrincona a sus mayores como quien sacrifica a un caballo enfermo debería avergonzarse de sí misma.

* Catedrático de Arqueología de la UCO