Ha dicho Íñigo Errejón que una fuerza que se dice muy de izquierdas, pero no gana elecciones, no le cambia la vida a la gente. Aquí puede estar la esencia o una clave de lo que ha sido el pulso teórico en la izquierda española: entre la eficacia y la idea, entre el sentido práctico de la realidad y la mirada utópica hacia el mundo. Porque la utopía, además de resultar edificante para el espíritu si uno cree en ella cabalmente, tiene también su lecho amplio y confortable de comodidad: defendemos nuestros principios sin renunciar ni a un ápice de ellos, porque nosotros somos los puros; pero cuando sabemos que no tenemos ni la más mínima posibilidad de ganar, podemos elegir agarramos a ellos porque son lo único que nos salva de la mediocridad histórica, y además nos justifican. Quiere uno decir que los partidos y los combates de boxeo hay que salir a ganarlos, porque de nada sirve contar luego que sí, que es verdad, que nos han roto la cara por cuatro sitios, pero qué bonito juego de pies teníamos y qué movimientos más limpios en el boxeo de sombras. Y la izquierda aquí, desde antes de la guerra civil, ha andado a la gresca para ver quién era más de izquierdas, quién levantaba el brazo con más brío al cantar La Internacional y apretaba más el puño. Intentar ganar era otra cosa, porque eso entraba, y sigue entrando, en el reino de lo posible, que es la convivencia con quien piensa distinto. Lo curioso del caso, y esto sí está siendo un cambio súbito, es que la derecha siempre pareció unida a un solo interés: antes, durante y después de la guerra. Ahora, sin embargo, suben al ring PP y Vox para ver quién de los dos es más conservador, con lo que el guirigay beneficia a Ciudadanos. Vivimos en el tiempo de la radicalidad: Aznar, al menos, presumía de centro y de leer las memorias de Azaña, un pestiño. Tiene razón Errejón: la comodidad del idealismo es sólo una excusa en la derrota. Para intentar ganar hay que ceder y apretar bien los guantes.

* Escritor