Catorce galletas Oreo suman 728 calorías. Ese es el precio que he tenido que pagar para acallar esta tristeza, esta inesperada tristeza sin apellidos. Hay días buenos y días malos. Y luego hay un montón de días esponjosos y grises, regulinchis, sin dramas, pero sin risas. Hincharse a galletas, la benzodiacepina de la gente de bien. ¿Alguien ha comprobado si este frío que hace es porque alguien se ha dejado abierta la puerta de nuestros corazones? Todos los multimillonarios empezaron en un garaje. A mí, en el garaje, me robaron la bicicleta. Me tuve que comprar una nueva para seguir yendo al trabajo. Como plan para hacerme rico, le veo alguna fisura. Ayer una mujer cruzó el carril sin mirar y estuve a escasos centímetros del atropello. Me dijo «perdón» de tal manera que casi tuve que pedirle perdón yo. Seguí pedaleando hacia el futuro, que es un destino de niebla, pero el único apetecible. Me agarro al mañana de forma pueril, porque el presente me enrojece las manos y me obliga a castañear los dientes y el pasado es una cruz sin Simón de Cirine que valga. Este temporal esconde otros temporales, más íntimos y más fríos.

En 1994 bailé un lento en mitad de la pista de baile de la discoteca BCM de Mallorca. Ella se llamaba Fátima, era extremeña, y olía a Musk de Astor. Sonaba el Without you de Badfinger cantado por Mariah Carey. Yo rodeé su cintura con mis brazos. Ella entrelazó sus manos en mi nuca. Dábamos un paso hacia la derecha, luego otro a la izquierda, y así, sin abandonar nuestra baldosa, meciéndonos bajo una luz ambarina, rodeados y solos, se abrió paso un amor esplendido, por breve, y tan intenso como permitió nuestra inocencia. Apoyó su cabeza en mi hombro. Metí la nariz entre su pelo. Tuve una erección. Un disparo de sangre. Porque aquello nada tenía que ver con la revista porno que había comprado el Fofur una semana antes en el puerto de Valencia, ni con las conversaciones sucias del recreo. ¿Qué era esta cáscara tierna, esta cosa del deseo, este amor improvisado que estaba convirtiendo la carne en seda y los labios en clavel?

Nos despedimos. Nos dimos la dirección. Y ahí quedó todo. Sin besos, sin guiños, con urgencia escolar, haciendo filas a la salida de la discoteca, cada uno detrás de su profesor, volviendo al hotel. El viaje de fin de curso. Acelerados luego en la habitación, exagerando entre colegas aquel instante. Y luego llorando hasta quedarnos dormidos. Aquella fue la mejor y la peor noche de mi vida. He tenido noches mejores y noches peores que la última en Mallorca, pero nunca el mejunje aquel, en el que el mundo nació y explotó apenas en un puñado de horas.

Un año después, di mi primer muerdo. Dos años después, chupé mi primer pezón. Cuatro años después, hundí mi lengua en un dorayaki. Cinco años después, coité. Pero jamás nadie se volvió a apoyar en mi hombro como Fátima en aquella noche de octavo de EGB. Y no es nostalgia, sino la certeza de que el tiempo es nuestra íntima rapa das bestas. Con la nieve en los portales y el viento frío rasgándoles la piel, salieron a batallar con bolas y a bailar canciones de Alaska en una plaza. Es el teatro del creernos felices. De un entusiasmo trampantojado y melancólico. No quiero morir con la adolescencia brotándome de la boca como una higuera.

Sin los amores pasados nada sabríamos de los amores presentes. Estaríamos ciegos ante la inmediatez del oro. Llegamos a casa, nos ponemos los pijamas, acostamos a los niños, nos tumbamos en el sofá. María pone los pies sobre mis muslos. Buscamos en la tele algún partido de fútbol intrascendente. Leemos los whatsapps atrasados. Preguntamos a nuestras madres cómo están. Cenamos. Nos besamos. Nos asomamos al cuarto de los niños. Vigilamos desde el umbral su frágil sueño. Dormimos. Amanecemos con inusitado entusiasmo. Seguimos. Estoy inquieto por el auge del flequillazo en señores de cincuenta, por este andalucismo folkie y amanerado, porque uno de mis mejores amigos se quedó sin curro, por los sabañones, porque la calefacción del colegio de Fidel lleva tres días estropeada. Y la felicidad es ceniza. Y todos los días son el primer día de algún propósito incumplido. Y ser bueno no es ser débil, y ser malo no es ser fuerte, y sentir tristezas puntuales nos hace tremendamente felices.