Hoy no se habla tanto de Bertolucci. Quizá porque este es un tiempo de flagelación, y toda la cinematografía de este director italiano es una bacanal de sensualidad, dramatismo y, cómo no, erotismo. Quizá porque aún no ha superado la prueba de calibración entre la persona y el artista, eclosionado por el caso Weisntein, y porque póstumamente le puede afectar su complicidad con Marlon Brando en El último tango…, mirando hacia otro lado con la excusa de que la estética estaba antes que la depravación.

Sin embargo, pocas películas me han conmovido tanto como ese torrente de vitalidad que fue (y es) Novecento. Lo contemplé en esa atmósfera de Cinema Paradise que arrastraban muchas salas de cine cordobesas ya desaparecidas. El aforo casi vacío, y la proyección de una copia de la filmación que ya había pasado muchas ferias. Lo compensaba el asombro de la adolescencia tardía, con el brutal arranque de un bufón borracho que llora la muerte de Giuseppe Verdi. Y todo el derroche estético y sexual que pretendía plasmar el siglo XX italiano como Buonarroti condensó el tiempo de los Medicis: el arranque gatopardiano y burgués; el ascenso y caída del fascismo. Y el canto festivo de los partisanos que vencieron al Duce. La querencia filocomunista de Bertolucci, y el prestigio de la sensatez eurocomunista de Enrico Berlinguer, cuando aún molaba el Pacto de Varsovia a jóvenes morbosamente atraídos por el libro Rojo de Mao.

Pero el capitalismo también dicta sus justicias poéticas. Bertolucci se llevó un atracón de óscar (hasta 9, incluyendo el de Mejor Película) en la ceremonia de los Óscar de 1988. Lo hizo con la obra más escorada de su filmografía, una superproducción con la pompa de Hollywood en la que glosaba la vida del último emperador chino. Contribuyendo a exaltar, a través del tutor que encarnaba Peter O’Toole, el ombligo occidental, en los tiempos que aún podíamos subirnos a la chepa del gigante asiático. Fue la vida de Pu-Yi un tobogán biográfico, el emperador niño que flirteó con los japoneses, acabando sus días como un hacendoso jardinero en el Botánico de Pekín, amén de un converso al maoísmo.

Para muchos tricoloristas, si vuelve Bertolucci es para enseñarle el camino a Leonor. Estamos viviendo una zozobra permanente institucional que ríanse ustedes de las turbulencias del triángulo de las Bermudas. Se escenifica una descomposición general en los que los jaleadores de leyendas negras empiezan a runrunear a España como un Estado fallido. Para su jodienda, no caerá esa breva, aunque este país necesita un auténtico zarandeo para despiojarlo de tanta mediocridad viviente. Sin embargo, que uno sepa, este virus no es republicano. No ha llegado para montar un 14 de abril y quitarle el trono a una Princesa de cuento. Son tiempos para no regirse por sentimentalismos, sino por evidencias, y los indicadores de Felipe VI son mucho más robustos que los de los profetas institucionales del advenimiento de la República. Las vergüenzas del Emérito no son coartadas para el resquebrajamiento de la Corona, un aval de que un presidente de la República sería el bálsamo de nuestras desdichas. Y menos con esta tropa.

Bertolucci no le habría hecho ascos a ser precedido por gaiteros asturianos, y recibir el Princesa de Asturias de manos de su Alteza Real. Aquí no tenemos emperatrices niñas cautivas de la potestas; ni Ciudades Prohibidas, sino una Monarquía constitucional votada masivamente por los españoles, aquellas mismos que ansiaban un Estado de Derecho.

*Abogado