Estamos en San Petersburgo --en su día Petrogrado y Leningrado--, en Moscú, Kaliningrado, Sochi, Kazán o Samara jugando al fútbol y viendo los goles de las gradas de los estadios y pensamos que la vida se ha convertido en un movimiento de un lado para otro, en un continuo viaje: que unos lo hacen como turistas que van a disfrutar y otros como inmigrantes buscando que los acojan en algún país. Ricos y pobres.

El mundo, que está precisamente de viaje en Rusia, donde comenzó el comunismo-socialismo marxista, que lucha contra el capitalismo y defiende una sociedad sin clases. Estos días, allí, lo que se aprecia es que el sufrimiento de los humanos puede amainarse bastante si su equipo gana, como le ocurrió el martes a la Argentina de Messi, que pasó a octavos, aunque el gobierno de su presidente Mauricio Macri sufra las huelgas de las centrales sindicales, se paren el metro, los autobuses y los trenes y no despeguen los aviones. Europa se ve atacada por la xenofobia, por el americano Trump, el ruso Putin, el islamismo radical y quienes piensan que no se puede dar asilo a quien lo necesita, lo contrario a lo que dejó escrito en la Biblia el evangelista san Mateo: «Porque fui forastero y me acogisteis».

Sin embargo, y con la contradicción del ser humano, en el Mundial de fútbol están jugando países tan dispares como Rusia, Arabia Saudí, Egipto, Uruguay, Marruecos, Irán, Nigeria, Croacia, Serbia, Corea del Sur, Túnez, Polonia, Senegal o Japón y por lo que se ve la paz no se ha alterado. ¿Podría decirse que una de las soluciones a los males del mundo es el fútbol que, en teoría, podría ser considerado opio del pueblo por crear una felicidad ilusoria en la sociedad como la que me transmitió una tarde en un lenguaje casi de signos aquel taxista en Estambul? Puede, pero también se puede afirmar que el fútbol ha supuesto, al menos para una parte de la población española, un espacio de deporte y meditación en las tardes de la infancia, cuando había que inventarse la vida hasta que comenzaran las clases del día siguiente. El mundo se ha convertido en un viaje de ida y vuelta, que unos lo dedican a despedidas de soltero en los cascos históricos de las ciudades Patrimonio de la Humanidad; otros a la celebración de sus graduaciones, una especie de continuación estudiantil de bautismos, confirmaciones y comuniones; y bastantes a hacer sonar la rueda de su maleta mientras buscan su apartamento turístico. «Por el derecho a la ciudad», una fórmula para buscar la convivencia vecinal y turística en el casco histórico antes de convertir la Axerquía en un parque temático, ha sido la voz contundente salida de la ermita de la Aurora, que reclama la lógica en todos los comportamientos. Hasta en las procesiones.