Los griegos no solo nos enseñaron filosofía, también jugaban al fútbol, que llamaban episkyros, con una pelota de cuero pintada de colores. El harpastum era el fútbol de los romanos, más parecido al rugby, que se jugaba con una pelota más pequeña y dura que el balón actual. Pues resulta que los malos estudiantes, aquellos niños que nada querían saber de los clásicos, de Aristóteles o Cicerón, dejaban los libros cerrados encima del pupitre y se iban al patio de recreo, de tierra que hacía sangre en las rodillas, a combinar la sabiduría del juego a nivel mundial en sus vertientes griega, romana-latina e inglesa para convertir en fútbol aquello que fue episkyros, harpastum y football, o sea, Platón, Tito Livio y Shakespeare. Quizá porque jugar al fútbol sea la tendencia natural del ser humano, que prefiere el juego a tomar apuntes o escuchar sofisticadas (o aburridas) conferencias, las tardes de los niños de medio mundo siempre han sido un campo de tierra más o menos libre que comenzaba y terminaba en porterías, el espacio mágico por el que al entrar el balón las gargantas cantaban a coro la palabra gol. El caminillo de la fábrica, la ermita, el Patio de los Mártires y el de Cemento, el estadio de San Eulogio y el de los salesianos forman parte de la memoria de mis tardes dedicadas al fútbol, en el que cuando chico me ponían de portero y luego de defensa para despejar balones, o de interior, ambos en la banda izquierda. Yo era de regular para abajo, pero me divertía y me construí la historia de cualquier niño: vestirme de futbolista y hacerme fotos con mi equipo. De mayor, ya cuando jugar al fútbol, sea en la fórmula griega, en la latina o en la inglesa es una imposibilidad corporal, la televisión nos recuerda con sus partidos casi diarios que fuimos fútbol de chicos y que con su visión por la tele mantenemos negocios. Mañana, por ejemplo, a partir de las nueve de la noche, medio mundo va a observar el juego de los futbolistas del Madrid y del Barça, unos adultos que van a escenificar en el «clásico» las clásicas tardes de la mitad de los niños de la Humanidad, aquellos que pasaban de los clásicos y les venían largos Aristóteles, Cicerón y las conferencias de profesores aburridos.