La iglesia conventual de los capuchinos estaba a las once y media de la mañana del pasado sábado repleta de amigos y conocidos. No pudimos muchos de nosotros entrar en un atrio atiborrado que apenas dejaba ver las insignias de las cofradías enhiestas al pie del altar. Se despedía a un cordobés amante de nuestra Semana Santa y devoto de la Virgen María. Mañana soleada y fresca recibía a sus amigos que se acumulaban delante de la escalinata del templo sobre el suelo empedrado de la plaza del Cristo de los Faroles.

Había enfermado repentinamente el pasado cuatro de mayo, tras celebrar la eucaristía, y ahora reposa, al fin, bajo el azul velo de Dios, arrebatado en una vida cofradiera. Tan súbitamente herido no tuvo tiempo de mirar al ciprés, a los naranjos del huerto y a la buganvilla. El dolor de todos teje sobre su cuerpo una guirnalda de flores. Su nombre quedará escrito con hilos de oro en palios y mantos y perdurará. Las lágrimas de muchos cofrades mantendrán vivo y verde su recuerdo que cada mayo se renovará .

Fuimos vecinos durante muchos años en calle Burell. Nuestros ocasionales encuentros eran frecuentes. Sus dedos de marfil dibujaban naturalezas áureas para las vírgenes de Córdoba, especialmente para la que procesiona por nuestra calle. Los mantos eran como acogida amorosa, paños pulidos de caléndulas botoneadas en esa tardes en las que la melancolía de la oscura noche azulada cordobesa comenzaba.

Dibujaba y cosía el dolor de María como si engastase su sangre en el fuego de un rubí. Le convenían lápiz, aguja, huso y telar para desenredar los hilos de la vida cofradiera y reflejar en los palios su mariano amor.

Quienes le despidieron en Santo Angel no vestían suntuosos atavíos ni estaban en el funeral de rica gente. Era el funeral de Fray Ricardo, Rafael de segundo nombre, que yacía muerto porque le llegó su día .

Hay siete estrellas en el cielo esperándole y un libro de condolencias abierto al pie del altar para que quienes le conocieron estampen en sus hojas sus sentimientos de amor. Ya no recibiremos el diezmo de su alegría y los cofrades de la Paz y Esperanza rezarán al medio día sin temor. No lo veré con largas zancadas atravesar el breve jardín de la plaza de las Doblas porque Fray Ricardo ha viajado a las colinas de su Arcadia con sus franciscanas galas. Alli arriba las amapolas se le abrirán como cálices rojos en una sementera de paz.

* Catedrático emérito de la Universidad de Córdoba