Si Franco levantara la cabeza se partiría de risa. Seguramente no le importaría mucho que cambiaran de sitio su osamenta, esa putrefacción convertida en un discurso líquido, y se limitaría a escuchar. Se miraría a sí mismo en el espejo cóncavo y convexo de la vida enlatada con su terminación, como una escena sacada de un Valle-Inclán bizarro con toques lóbregos a lo Gutiérrez Solana, y se preguntaría cómo es posible que 40 años después siga estando de moda. Como vivimos en una época en la que los matices han desaparecido del discurso público y los trazos de brocha gorda hacen las delicias de los marrulleros en las redes, con frases sacadas de contexto y entrecomillados a lo Goebbels, aclararé lo que no necesita aclaración: que Franco, además de ganar la guerra, se convirtió en un dictador durante los treinta y seis años siguientes. Hay que recordar que durante la contienda en ambos bandos se cometieron barbaridades análogas que no admiten justificación bajo ninguna bandera, ideología, religión ni ateísmo patrio o extranjero; pero la represión de la posguerra fue asunto de Franco y de sus carniceros. O sea: Franco me resulta tan simpático como Stalin, como Hitler y como Mussolini, aunque Stalin ostente todos los récords posibles de exterminio civil. Franco me resulta tan entrañable, históricamente, como todo miserable que utiliza la fuerza contra su población, que adultera el derecho y lo desnaturaliza, legitimando el pillaje durante 40 años, instaurando un terror que late aún en los ojos de quienes lo padecieron.

Quiere uno decir que si le preguntaran, en principio, qué le parece que el Congreso haya aprobado el decreto ley para modificar la Ley de Memoria Histórica y exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos con 172 votos a favor, no tendría nada que objetar; ni siquiera respecto a que dos diputados del PP, Jesús Posada y José Ignacio Llorens, hayan votado en contra, aparentemente por error. El asunto, la miga, viene con las 164 abstenciones del Partido Popular, que ya condenó la dictadura franquista en el Congreso, y Ciudadanos. No es una solución desequilibrada: cosa distinta habría sido que hubieran votado en contra. Creo que el mensaje es diferente: está claro que Franco fue un dictador y que no merece el fasto que representa su enterramiento actual, pero no estamos de acuerdo ni con la medida ni con la forma de ponerla en práctica. Seguramente habrá gente estos días quemando la red y destacando todo el facherío que se asegura dentro del PP y de Ciudadanos: ya sabemos que hoy prima el comentario injurioso y llamativo por encima del razonamiento. Escuchando a Carmen Calvo no puede uno manifestarse en contra: «Llevamos mucho retraso para normalizar una situación que ninguna democracia madura y larga en el tiempo como la nuestra habría requerido para no tener una anomalía extraordinaria que consiste en tener al dictador en un mausoleo de estado y en un lugar en el que puede ser exaltado», porque «No hay respeto, no hay honra, no puede haber concordia mientras que los restos de Franco estén en el mismo lugar que los de las víctimas». Insisto: nada que objetar a esto, desde una razón ética, simbólica y de fondo. Puede ser que el Gobierno haya «equivocado el instrumento elegido», como ha destacado Ana Oramas, de Coalición Canaria. Si pensamos en las víctimas, la prioridad sigue estando en las cunetas, porque los sucesivos gobiernos democráticos no las han desalojado de indignante ruina, con esos miles de cuerpos que siguen ahí enterrados y anónimos, pero con nombres ciertos. En términos reales, la medida sigue pareciendo menos una urgencia que una necesidad de legitimación para un Gobierno que parece vivir, porque quizá no pueda de otro modo, más en el efectismo de los símbolos que en la mirada profunda, a largo plazo, que no puede tener, porque no tiene tiempo.

En cualquier caso, no había otro símbolo que ejemplarizara más y mejor el lugar que ocupa Franco ahora que el triste y megalómano Valle de los Caídos, con un vacío de piedra rimbombante sosteniendo su olvido. Uno llegaba allí y se encontraba con cuatro exaltados, en el más concurrido de los casos, con el brazo en alto y el verbo herido de acartonados latigazos falangistas. Poco más, porque era un teatro vacío, como el franquismo en España. La representación vuelve a estar de actualidad y la democracia se reencuentra con su origen difícil. Si Fernando Vizcaíno Casas levantara la cabeza escribiría otro best-seller sobre nuestra incapacidad para vivir.

* Escritor