Corría el durísimo invierno del año 45 a.C. La potencia emergente de Roma se desangraba en una cruel guerra civil entre César y los hijos de Pompeyo el Grande, muerto poco antes en Egipto, que sus vástagos decidieron trasladar a la campiña de Corduba porque contaban en ella con numerosas clientelas, ciudades amigas y miles de partidarios. Los pompeyanos representaban y defendían de alguna manera la legitimidad democrático-republicana, mientras César se erigía como reflejo conspicuo de una nueva tendencia llegada de Oriente, derivación de las primeras conquistas y la tan sempiterna como traicionera vanidad humana: el poder unipersonal, a la manera helenística, que los grandes generales romanos empezaban a ansiar, en un juego tan peligroso como arriesgado por lo que implicaba a la hora de cuestionar lo establecido. César no tardó en viajar a Hispania para asumir personalmente la dirección de la campaña, y en el marco de la misma sitió a Córdoba, la destruyó hasta los cimientos y pasó por las armas a veintidós mil de sus habitantes, dejando la ciudad reducida a cenizas y el viejo orden republicano pulverizado; algo que, como es bien sabido no tardaría en costarle a él mismo la vida. Poco después, Corduba, elevada a la categoría de colonia con el patronímico de Patricia, abrazaría la causa del Princeps, Octavio Augusto, y se convertiría sin reservas en adalid de la causa imperial, poniendo todos sus recursos al servicio de una rompedora imagen urbana capaz por sí misma de proclamar urbi et orbi su poder, al tiempo que su incontrovertible afección al régimen. Inicia así un periodo de esplendor marcado por la paz, el desarrollo urbanístico y el bienestar, solo conculcados al final del Imperio, cuando el mundo sufre un nuevo vuelco y se inicia otra época.

Sirvan estas líneas de introducción, que obviamente simplifican al máximo lo ocurrido, para recordar cuál fue el papel de Roma en la historia de Córdoba: una potencia llegada de fuera, que implanta lengua, cultura, religión e ideología a costa de lo autóctono y fue sostén de uno de los imperios más poderosos que ha conocido la historia del hombre. Etapa que, cierto es, le otorgó por primera vez el cetro de capital del sur de la península y la integró de pleno derecho en el marco del Mediterráneo antiguo hasta el punto de convertirla, a ella y a la provincia que dirigía, en abastecedores de Roma y cuna, directa o indirecta, de emperadores. De ahí mi reivindicación insistente por hacerle entender a los cordobeses que nunca habrían alcanzado las glorias posteriores si previamente Córdoba no hubiera sido sede del poder de Roma. Un paraíso, sin duda, para todo arqueólogo que se precie, aun cuando por desgracia su fisonomía y sus aportaciones sigan siendo desconocidos para la mayoría de los ciudadanos, mucho más afectos al legado andalusí, omnipresente en tantos aspectos de su cultura; algo comprensible, si tenemos en cuenta que lo poco que queda de la Córdoba romana o no se ve o no se puede visitar, sustraído de nuestro discurso patrimonial con escasas excepciones que no acaban de fraguar. Ninguna sospecha por tanto, espero, en cuanto a mi carácter de militante activo en la causa desde un punto de vista histórico-arqueológico y también patrimonial. Aplaudo, pues, que se incluya en el callejero un recuerdo al foro por lo que tuvo de centro cívico, pero me cuesta entender que sea a costa de su nombre tradicional (salvando las distancias, la labor de los Cruz Conde no tuvo nada que envidiar a la romana), y en un ejercicio de ideologización que incrementará el rechazo hacia la arqueología por parte de muchos ciudadanos. Más allá de su labor civilizadora, Roma fue sinónimo de imperialismo en estado puro, lo que equivale a decir autoritarismo, poder de las armas y otros mil aspectos que hoy erizarían el vello de muchos defensores de la democracia; y lo poco que se conoce sobre el foro romano cordobés permanece oculto a los ojos del ciudadano o ha caído bajo la acción implacable del avance urbanístico con las bendiciones de quien más y quien menos, en un atentado patrimonial de primer orden que nos debería avergonzar ante el mundo y nos ha privado del que debería haber sido recurso, seña de identidad y foco de empleo.

Son --más allá de los gastos y molestias para personas, instituciones y empresas que implicarán los cambios de nombre de sus calles, o del ahondamiento que ello supondrá en la brecha que divide de tanto espolearlos a muchos españoles-- las contradicciones, profundísimas, de esta ciudad saturnal, que cuando se decide a tirar de su historia para reivindicarla sigue sin dar con el discurso adecuado. Olvida así que las damnationes memoriae acaban, con frecuencia, provocando el efecto contrario.

* Catedrático de Arqueología de la UCO