Llevo dos días metido en casa. Aislado y sin contacto alguno con el mundo exterior, salvo el breve instante en que me acerqué a la ventana para ahuyentar una paloma que había aterrizado con no muy buenas intenciones sobre el alféizar. Estoy sin radio ni televisión ni internet. Y mi teléfono móvil se calentó ayer hasta casi salir ardiendo antes de bloquearse y apagarse no sé si para siempre. Dos días solo. En la más completa de las soledades.

Irónicamente, lo último que leí antes de este aislamiento --espero sea transitorio-- fueron unas declaraciones de la actriz Lola Herrera en las que afirmaba con una sonrisa de oreja a oreja que no podría sentirse más feliz en su vida que estando sola y que ya no se imaginaba compartir esa maravillosa soledad con nadie por mucho amor que vinieran a prometerle. Tan contundentes declaraciones me hicieron recordar esas tardes con Juan Imedio en Canal Sur en las que la persona mayor de turno declaraba con pesar que había ido al programa porque cuando llegaba la noche sentía que la casa se le venía encima, de tanta soledad como sentía. Yo no creo que me decida nunca a ir a Juan Imedio, por muchas veces que me inviten. Me veo más con el estilo felizmente solitario de Lola Herrera. Eso no quita que deba reconocer que la soledad no es buena toda ella.

Hay muchas formas de soledad y otras tantas maneras de sentirla. En principio, además, para que un individuo llegue a sentirse efectivamente solo, debe percibir una falta en sus relaciones sociales, que sus deseos de relacionarse con otros estén lejos de verse perfectamente satisfechos. Jamás te sentirás solo si no crees necesitar ni el roce ni la presencia cercana de los demás. Pero si eres de los que tiende a sentir que se le viene encima la casa al caer la noche, entonces tienes un problema. Y este será más o menos serio según las circunstancias que provocan esa sensación de estar solo.

Los psicólogos refieren varias categorías de soledad, desde las menos importantes como la contextual, esa que se percibe al trabajar aislado, por ejemplo, o la soledad transitoria, al alejarse tu amor durante un tiempo, hasta la soledad impuesta o la soledad existencial. Estas dos últimas categorías son ya palabras mayores. Ambas pueden llegar a provocar un terrible sufrimiento. Esta soledad mía autoimpuesta, y coyuntural, es solo un ingenuo experimento para ponerme a prueba. Veremos a ver hasta cuándo resisto; si no es que se desata esa soledad existencial, de sentirse solo y abandonado en un universo sin sentido, que yo creo que todos ocultamos muy dentro; y que podrías experimentar por unas horas, por ejemplo, viendo Melancholia, la película más triste y perturbadora de Lars von Trier, con ese recurrente preludio de Tristan und Isolde, tan inquietante como desolador desde su desconcertante acorde inicial.

Todas esas formas crónicas de soledad percibida pueden tener efectos absolutamente devastadores sobre el bienestar de las personas con el paso de los años. Esa soledad persistente acelera el envejecimiento, y hace a los individuos más débiles ante la amenaza de las enfermedades y la muerte. Aun así, existe algo aún más terrible que esa percepción subjetiva de la soledad.

La soledad absoluta, la que implica un aislamiento total del mundo eliminando no solo el contacto humano sino todo estímulo visual y sonoro procedente del exterior, puede acabar volviéndote loco y matándote. Bastan unas pocas horas aislado en la oscuridad y el silencio para que el cerebro se invente luces, sonidos y todo un mundo de alucinaciones que no existe. Eso prueba que las personas, ninguna persona, está hecha para vivir aislada de los demás. Estamos hechos algo así como para jugar una partida de ping-pong con el mundo. Aunque sea sintiendo que te enfrentas tú solo contra todo. Más vale así. Como decían los de Yes en su Owner of a lonely heart, es mucho mejor ser el dueño de un corazón solitario que el dueño de un corazón roto.

* Profesor de la Universidad de Córdoba