Circula por las redes un escrito de Forges en clave seria acerca de la mediocridad instalada en la vida española, que alguien ha puesto en duda por lo que atañe a la autoría; es, sin duda y sea quien sea su autor, un ejercicio de autocrítica hacia los que somos moradores de la piel de toro de manera intemporal. Lo cierto es que si alguien tiene la curiosidad de repasar nuestra producción literaria buena parte de lo imperecedero está escrito con la amabilidad que da el acercamiento humorístico. Y mal que pese la literatura tiene una base muy real, con ligeros toques de barniz.

Alguien dijo que lo mejor de nuestra producción literaria adoptaba este guiño. El ciego del Lazarillo capta que Lázaro lo engaña, pues habían pactado un acuerdo en el reparto de un racimo de uvas que rompe por su cuenta el amo, sin que proteste el joven criado. Hace el ciego un razonamiento propio de la frase valleinclanesca «cráneo privilegiado», pues nos pone delante nuestras propias desnudeces; el conflicto público que se suscita entre el «ser» y «parecer» está personalizado en la ficción a través de un escudero que no tiene donde caerse muerto y lleva a gala la ostentación de una espada reluciente y una capa que cubre sus flaquezas. Lázaro se arrimará a los buenos pregonando vinos en Toledo y aceptando códigos que le permitan vivir sin mayores estrecheces, y naturalmente se convierte en un éxito editorial del siglo XVI del que habría continuaciones inmediatas.

Cervantes se convierte en un gran maestro, pues percibe que las producciones del corazón de la época, en forma de literatura muy idealizada, pueden hacer daño a los que supieran leer o escuchar. Se libra del escrutinio Tirant Lo Blanc, escrito por el autor de Gandía Joanot Martorell, considerado catalán de literatura de cabecera por generaciones interesadas posteriores, al igual que sucediera con su cuñado Ausias March, excelente poeta gandiense. Con lo bonito que es tener al mundo por bandera. Resulta Miguel de Cervantes tan dado a la llamada vuelta de tuerca que sitúa a una compañía itinerante de circo en plena pradera, llevan una jaula en la que hay un león. Se sitúa frente a él Don Quijote, obliga al empresario a que abra la portezuela, ante la estupefacción de los presentes, y lo desafía. El león tuvo la cordura suficiente como para volver a la jaula, al ver que no daba ni para un magro puchero, tras ver a su desafiante; eso sí, no sin antes mover alternativamente la cola. Algo distinto sería siglos antes el comportamiento de Rui Díaz El Campeador, cuando el león provoca el pánico entre las huestes y da lugar a que los altivos caballeros de Carrión tengan sucios mantos y briales más que probablemente de sustancia maloliente.

Se pasea Ramón del Valle-Inclán por el callejón del gato y nos sirve nuestras propias deformidades a través de los espejos cóncavos, pues así lo ha decidido antes de que sea detenido por supuestas alteraciones del orden Max Estrella; nos hace ver qué triste destino tiene reservado su compañero de celda, un obrero catalán muerto fuera de prisión por una descarga de fusilería. La muerte de Don Max al final será triste, por haber transgredido el orden, y los enterradores dialogan sin pensamientos tan sublimes como los shakesperianos ante la calavera de Yorick, pero dan la clave de una realidad convertida en vulgar. Los disidentes sociales que fueron parcialmente críticos en tiempos, como el ministro amigo del personaje, nos muestran la lógica de los espejos cóncavos. Estamos en el imperio de la mediocridad.

* Profesor