“Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo». Tan preclaro pensamiento, atribuido a Albert Einstein, ha resistido el paso del tiempo sin perder un ápice de vigencia, como es de ver a diario ante determinadas actitudes de quienes parecen empeñados en rebatir empíricamente aquello de que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza.

Si bien es cierto que no es patrimonio ibérico la titularidad de la necedad --como lo acredita la estadounidense que ha demandado a sus padres por nacer fea (confío en una pronta sentencia estimatoria)-- no podemos ignorar que por el suelo patrio pululan algunas de las figuras más representativas de este nuevo arte de la memez. Así, los tradicionales tontos del bote, del pueblo, de pacotilla, de campeonato, de baba, de capirote, del culo o de los cojones han dejado paso a una etnia que presenta como principales concomitancias su afán porque la sandez trascienda fronteras, y la vanagloria por lo que otrora era motivo de vergonzosa contrición. Al hilo de la proliferación de esta especie, y parafraseando un antiguo dicho, decía Arturo Pérez-Reverte que una ardilla puede cruzar la península saltando de gilipollas en gilipollas sin tocar el suelo. Sinceramente, no lo creo posible. En España ya no quedan ardillas.

Solo en el último mes, hemos asistido abochornados a episodios como el protagonizado por una provecta política independentista que, con vanidad pretenciosa, alardea en televisión de no entender los diálogos de una película... ¡muda!; el interpretado por el gobierno de Aragón publicando un manual de estilo (sic) en el que recomienda no utilizar la palabra «hombre» por sexista; la vigilia vegana a las puertas del matadero de Madrid donde una decena de histéricos desocupados sollozan susurrando palabras amables a los cerdos; la propuesta universitaria para la construcción de cuartos de baño unisex a fin de que «sean inclusivos y no tengan identidad»; el perpetrado por el seudo-artista que pretende embolsarse centenares de miles de euros por la quema de un muñeco gigante del Rey de España, que exhibe en lo que falazmente se denomina feria del arte; o el cometido por el obispo catalán que justifica los abusos sexuales a menores con el repugnante argumento de que una mala tarde la tiene cualquiera.

A buen seguro que ante la sucesión de campañas electorales que nos acechan en los próximos meses, habrá quien piense que ya no cabe un tonto más. Lamento disentir. Al fondo hay sitio.

* Abogado