Es la primera impresión que me llevo al introducirme en la Flora del Patio del Reloj de la Diputación: estoy en Altamira, en aquella cueva de las primeras pinturas rupestres, donde las flores parecen seres humanos. La imaginación en el arte no tiene límites. En el Palacio de Viana, ahora escenario de ciudadanos libres de alcurnia, donde las flores parecen proyectiles colocados en un disparadero, los colores se van. La rosa y el tulipán se mezclan con el lienzo, el acero, el plástico y la cuerda. La tarde se llena de flores quietas. En Orive, un palacio conquistado por la municipalidad, suena la campana de una iglesia mientras los espectadores observan una especie de jaula de la que cuelgan espigas de trigo y lavanda. Es como una tarde aterciopelada que le da cobijo a lo necesario, que lo tapa con tela blanca. Es la visión de los campos de lavanda y trigo de La Mancha. El Museo Arqueológico es ahora, aquí dentro, Museo de la Memoria Botánica, que su plaza, ahí fuera, es un espacio para vivir, beber, escribir y pensar. Dentro, las plantas, el eucaliptus, el geranio, las gitanillas, el helecho y las hortensias escenifican esculturas de flores parecidas a un pilar, un busto, un cuenco o un capitel, ya sea corintio o compuesto. Hay como un patio encerrado en la historia en el que todo es verde o blanco y casi nada se parece a la actualidad. En la Casa Góngora el algodón se enrosca en el patio, se sostiene sobre cañas y trepa por los espacios altos. El arte es eterno, como esta casa de al lado, la de los marqueses del Carpio, donde las doncellas se asomaban a las ventanas. El algodón blanco coloreado de rojo con olor a té le da a este paisaje de granadas ocultas un toque de tintes naturales de mimbre. Con el persistente sonido del silencio de la Alhambra. La calle Cabezas, a estas horas de la mañana, es una pura fiesta llena de mujeres, de colegiales, de turistas y de jubilatas que saben cómo liberarse de la atadura de la obligación de fichar. Por Caldereros entramos en San Fernando, que tiene un trozo de muralla rota. Y al fondo, por donde casi nadie pasa y solo vive el auténtico recuerdo del arrabal de Sacunda, el imponente C3A aparece en el horizonte como una creación necesaria en una Córdoba que se abre tantos caminos que hasta le faltan encrucijadas. En su interior hay un frontón de claveles rojos que llenan la escueta pared de la más clásica fragancia. Es la salvación de lo bello, 32.000 claveles rojos que trepan y se integran en los muros del hormigón feo, oscuro y sin color. Cerramos Flora. Desde aquí, desde esta zona del Campo de la Verdad donde pelearon nuestros antepasados, se contempla toda la Córdoba actual, pero sin pisos y con el cielo más clásico de la ciudad bella. La que vive de las flores.