Cuarenta años después de la Constitución de la Concordia se han celebrado las elecciones más polarizadas, pugnaces, crispadas y broncas de todo el tiempo que vivimos en democracia. Hasta el punto de que determinados debates habidos en la campaña, en la guerrera campaña, nos han recordado aquellos versos de Antonio Machado que creíamos definitivamente desterrados de nuestra sociedad en el siglo presente: «Españolito que vienes/al mundo, te guarde Dios./Una de las dos Españas/ha de helarte el corazón».

Por eso, el domingo, apenas concluido el escrutinio, bastantes demócratas esenciales, demócratas a todo trance y sin entrar en la verificación de su ideología preferente, respiraron tranquilos al comprobar que la aritmética electoral desinflaba la posibilidad de que el venidero cuatrienio España fuese gobernada a la andaluza; es decir, por una derecha trilliza en la que Vox tuviera decisión. Lo que resquebrajaría 40 años superando los 40 años de la dictadura anterior. De momento, concluyó la pesadilla.

Sí, era muy importante -aunque ni Casado, ni Aznar, ni Aguirre lo pensaran así-, que la extrema derecha no tocase poder ejecutivo, aunque su resurgir alcance a todas las naciones de la Unión Europea, debido, tal vez, a la crisis feroz que ha ampliado la pobreza y la marginación dejando tiritando a las llamadas clases medias. Aquí, en este país, ese fenómeno ultra es más grave que en otras naciones del viejo continente, pues nuestro renacido populismo totalitario es medularmente franquista. Régimen al que nunca condenaron ni condenarán.

Es inimaginable -lo decimos para mejor entender lo sucedido-, que los ultras de Austria se jactasen de que en su tierra naciera Hitler; que en Italia la Liga Norte considerase un héroe al histriónico Mussolini; que en Francia, los votantes de la señora Le Pen peregrinaran al sepulcro de Petain, y eso que el mariscal colaboracionista había sido un personaje importante en la guerra mundial de 1914; que en Alemania, donde todo lo nazi es delictivo y obligatoriamente se enseñan en la escuela sus crímenes para que jamás puedan repetirse, la extrema derecha existente se identificara con el nacional socialismo de Hitler que tuvo en el franquismo un colaborador necesario en muchas hazañas patrióticas -por ejemplo, el bombardeo de Guernica-; o que en Portugal el gélido dictador Oliveira Salazar, contase con un monumento funerario de estilo faraónico. Pues bien, todo lo que resulta inimaginable en Austria, Italia, Alemania y Portugal, en España venía sucediendo con una aparente normalidad preocupante. Hechos y circunstancias que las elecciones han desmentido, en buena parte, y por fortuna, para alivio de demócratas acreditados.

De momento, hemos despertado de la pesadilla, pero eso no significa que poseamos la fe del catecúmeno, o del carbonero en el porvenir cercano, pues tenemos conciencia de la difícil gobernabilidad que espera en la España de las dos Españas resurgidas por la especial torpeza conservadora. Seguimos, tras el éxito socialista, inmersos en una realidad jalonada de problemas mayúsculos que deberá resolver la coalición de fuerzas políticas, o los puntuales pactos de legislatura que se produzcan y que pueden ser muy variados. Pero menos da una piedra, sobre todo si dicha piedra hubiera consolidado, para supremo descalabro, al ultraderechismo hispano de tanta tradición reaccionaria y belicosa.

* Escritor