La tierra «no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos». Este es un poderoso mensaje, de alto contenido ecológico. Algún ojo avizor lo habrá contemplado antes, posiblemente en la amigable cartelería de una eterna sala de espera. De hecho, conecta con el Informe Brundtland, un documento esencial en la larga marcha hacia la sostenibilidad del planeta, publicado hace más de 30 años.

Hay en este proverbio una proclama trascendente que concilia a creyentes, agnósticos y ateos. Acaso solo deja atrás a los nihilistas, esos pagafantas de la depresión que siempre sigue a la euforia. Y, cómo no, incomoda a los epicúreos, consecuentes en priorizar el pan para hoy, pues el mañana siempre tendrá su hambre. Esta mayoría cualificada que apuesta por la conservación se agarra al atávico instinto de supervivencia, incrustado más en la especie que en el individuo. Si no fuera así, el fin del mundo tendría una literatura mucho más parca, pues se limitaría a la extinción del propio ser individual.

Así, la colectivización de la supervivencia y la tiranía del presente son dos elementos esenciales para vertebrar una sociedad y domeñar el caos. Pero la interesada miopía de los gobernantes, al servicio de esa implacable deidad que es Cronos, puede que no consiga evitar una preocupante confrontación. Se habla mucho de las guerras del agua que se librarán en un futuro cercano, pero no tanto sobre las guerras de edad. Dentro de nada, las cuestiones de género se solaparán por los conflictos intergeneracionales. Y las fisuras por ese dique que se derrumba se aprecian ya en las movilizaciones por las pensiones.

La regla de tres es sencillísima. Si actualmente resulta una quimera sostener el sistema asistencial sin recurrir al endeudamiento, imagínense cuando la pirámide de edad se quite el corsé del baby boom y quienes tengan que sostener el costal de las cotizaciones pertenezcan a la era de la precariedad, donde encabalgar un informe de vida laboral sin oquedades resulta más complicado que hallar el Santo Grial. Minority Report será una realidad en poco más de un lustro, con la salvedad de que Tom Cruise se convertirá en un Letrado de la Seguridad Social que persiga cotizantes que encabecen la rebelión, enfurecidos por la miseria de la paga de jubilación.

La respuesta oficiosa es que «el que venga detrás, que arree», sabedores los gobernantes que la tercera edad es un electorado con buena salud demoscópica, y que, si soplase al unísono, cada vez tendrá más fuerza para condicionar la acción de Gobierno. Las guerrillas se situarían en la población activa, los que contemplan con impotencia cómo, con los mimbres actuales, el estado del bienestar se aboca al colapso. No obstante, este clamor de responsabilidad no puede convertirse en una ofrenda de tontos útiles, que al final son condescendientes con el préstamo de nuestros hijos, pero apantallan los privilegios de los listos de siempre.

El Gobierno y quienes tienen vocación de gobernar son los primeros aludidos, pero tampoco se quedan atrás en este desaguisado los actores sociales. Sorprende sobremanera la actitud de las centrales sindicales mayoritarias, jugando a dos o tres barajas. Por un lado, abanderan el estatus de los actuales pensionistas; y por otro, flirtean con los independentistas, dándoles una bobalicona carnaza. El Gobierno de Rajoy estará chamuscado, pero un sindicato no puede dar alas a la ruptura de la Caja Única. Explíquenle a los jubilados catalanes lo que cobrarían en su virtual Estado. Siempre hay soluciones para todo: otra solución para no preocuparse del futuro es morirse. Pero ese es un empequeñecido fin del mundo.

* Abogado