Me gustaría pensar en este día como en un fin de fiesta. Me gustaría pensar que algo termina y también que algo comienza, que todo este cansancio acumulado alcanzará de una vez su recompensa pública, civil, compartida por todos en un oasis pacífico; pero tengo la impresión de que pase lo que pase, y que gane quien gane, todo seguirá igual y todos perderemos. Porque ya hemos perdido, o ya estamos perdiendo, para no resultar demasiado derrotista, que queda todavía por delante demasiado domingo electoral. Porque llevamos perdiendo desde hace varios años: desde que la política se ha convertido en un hartazgo sideral, en una indigestión del sentimiento, en toda una ceguera de los razonamientos que nos avoca a la confrontación. Creo que no es posible una saturación mayor, un agotamiento sistemático tan brutal como el que estamos padeciendo, porque la política --pero no solo la política: la peor política, la más tosca y vulgar-- se ha convertido en eje de las conversaciones, de las respiraciones, de nuestro amanecer sostenido en el tiempo. Pero no cualquier política: la chusca, la efectista, la inmediata, la del titular, el exabrupto, que parece haber cambiado a los estadistas por hooligans. Vivimos un estado sin matices, de trincheras batientes: no puede ser casual que, ante semejante carencia de discurso en la mayoría de las formaciones, hayamos acabado, como siempre, hablando de la Guerra Civil. Este país, España, si no hubiera tenido una Guerra Civil como la que sufrió habría tenido que inventarla, y por eso la hizo contra viento y mareas de hambre y fuego. A veces me pregunto de qué discutiríamos, qué nos tiraríamos a los ojos si no hubiéramos tenido una Guerra Civil. Veo que dos formaciones más o menos extremas, más o menos en los límites del constitucionalismo democrático, acaban la campaña desenterrando las viñetas más tristes de nuestra triste historia, como diría Gil de Biedma, como si fueran historietas sacadas de Hazañas bélicas y no el mayor dolor que se recuerda, que recordaba cualquiera con conciencia que hubiera sobrevivido a aquel terror.

Hasta que alguien le dio la idea a Pablo Iglesias de esgrimir la Constitución en el primero de los dos debates, tú hablabas de nuestra Ley Suprema o del espíritu del 78 y no poca gente de extrema izquierda te corría a gorrazos. Es más, no se hablaba del espíritu, sino del «régimen» del 78, como si el nacimiento de nuestra democracia fuera equiparable al régimen franquista. Ahora que Podemos --o Unidas Podemos-- ya no aspira a conquistar los cielos, sino a coger un buen sitio en la azotea cínica de Sánchez, parece que se ha alcanzado una cierta unanimidad con respecto a la Transición, es decir: al menos por ahora, la dejamos tranquila. Porque en España, la unanimidad se mide por el silencio administrativo de las conversaciones, la vehemencia y la ira. Lo mejor que puede pasarnos con cualquier tema capital es dejarlo pasar, no batallarlo: porque entonces llegamos a las manos. Mejor así, porque algún día puede ser preciso regresar no a aquellos días, sino a aquella temperatura emocional. Lees sobre la Transición --«Habla pueblo, habla, tuyo es el mañana»-- y de verdad parece que entonces éramos mejores. Que España era un país en el que aún era posible creer en algo y construir algo. Ahora vendrán los agoreros, que nunca nos faltan, para señalarnos que se hicieron muchas cosas mal, que de aquellos polvos vienen estos lodos de corrupciones y desconfianza, y pueden tener parte de razón; pero aun así, sigo pensando que fueron más los logros, que la gente tenía sus posiciones, exactamente igual que ahora, por supuesto, pero también sabía sentarse, encender un pitillo, o tomar un café, o doscientos, y desgranar matices. Porque en política, como en el derecho, como en la poesía y el amor, todo es un asunto de matices. Decía Graham Greene que en toda historia de amor hay tres versiones: la de él, la de ella, y la verdad. También en la política, la de entonces y ahora, hace falta mirar el bien común, y tener un discurso y una visión del país que se quiere levantar; o quizá conservar, como mucho, en este caso.

Cataluña --el tema-- ha favorecido el recrudecimiento del frentismo y la abolición de los matices, lo que simplifica nuestra mirada sobre la realidad y la empobrece. El populismo se extiende como marco o barrizal de época y estamos agotados. En esta fiesta nadie baila ya ni se escucha a la orquesta. Vivimos de los restos de lo que pudo haber sido, porque la regeneración no ha empezado.

* Escritor