A finales de 1995 convocaron en mi colegio un certamen de redacción. El tema era tus abuelos, y los tres premios --iguales-- consistían en leer desde el balcón del ayuntamiento un manifiesto por el Día de la Paz de 1996. La participación era obligatoria, porque la redacción se planteó como ejercicio de clase. Dediqué un instante a ordenar mi cabeza antes de escribir, y decidí no hablar de mis abuelos en absoluto. Planteé el texto como una carta a unos abuelos imaginarios, anticipando el reencuentro --cuando yo veía a mis abuelos a diario-- y el disfrute de las cualidades que yo entendía universalmente reconocibles en unos abuelos, obviamente aprendidas en libros o películas y no en mi experiencia personal. Era una fórmula muy eficaz, porque o bien el lector pertenecía al grupo cuyos abuelos eran efectivamente así --la abuela imaginaria horneaba galletas, verbigracia--, o bien sus abuelos eran distintos pero reconocía los tópicos. El lector se identificaba porque la historia era mentira, y las mentiras son más fáciles de creer que la verdad. A mis abuelos no les gustó la redacción, porque ellos veían tras el velo --cosa decepcionante en ficción, es como destripar el truco de la magia--, y porque además yo los había rechazado deliberadamente como objeto del texto. Pero yo confirmé que existe un deseo universal de adecuar cualquier información a relatos conocidos, y que ahí el receptor completa el mensaje con su propia experiencia y piensa que has dicho cosas que no has dicho (para bien y para mal). Lo inusual estimula sentimientos más volátiles, y produce reacciones tan poderosas como impredecibles. Naturalmente, el primer tipo de historia, en términos literarios, es de una mediocridad purulenta.

Hace unos días, la poeta María González me mostraba una novela en la que la protagonista, que sigue un juicio, recomendaba no buscar un buen abogado sino un buen escritor, tal era la importancia que daba a la historia que recibía el jurado. Intuyo que lo que sucede realmente es que ciertos relatos, como el de mis falsos abuelos, tienen la textura de la verdad, se reputan válidos, y se hace un esfuerzo por contar siempre esos relatos y no otros en juicios, política, análisis histórico, sobremesas o artículos de prensa. Son como conjuros: si se pronuncian determinadas palabras, en un ritual preciso, se consigue alterar la realidad en contra de sus propias leyes.

De pronto, situaciones que guardan sus propios secretos o que son anomalías, se convierten en historias mil veces oídas, normales, inmediatamente comprensibles. Y lo que se comprende se puede perdonar. Por eso la creencia de que la confesión aligera la conciencia no debe de ser cierta del todo. La confesión libera más al que la recibe que al que la hace, sobre todo cuando consiste en lo que queríamos oír. Perdonamos al que confiesa lo que nos parece real, aunque mienta. Por eso, como decía, devoramos a fauces abiertas las mentiras, y la verdad nos extraña en la lengua.

*Abogado