Nunca me ha seducido la feria. En mi juventud me escabullía con cualquier motivo y es costumbre mantenida hasta el año pasado, a pesar de que cuando en ocasiones no he tenido más remedio que acudir he pasado tardes y noches inolvidables con final feliz. En cambio, en mi tierna infancia recuerdo que la felicidad llegaba cuando empezaban a colocar los palos de la feria. Eran postes de madera sobre los que colgaban las guirnaldas de luces de colores que iluminaban la Calle Ancha, la avenida de las fiestas de carnaval, cuando estaba prohibido, que es como yo lo recuerdo. Las mayores alegrías de mi niñez eran la feria, el primer helado que mi madre no compraba hasta el día de San Benito, (11 de julio) después de asistir a la procesión, y el cine de verano con las películas de Joselito o Marisol. También los baños en las albercas que algunos hortelanos generosos cedían a la chiquillería. Ver la llegada de los feriantes, gente extraña, bien cuando montaban los caballitos, ponían orden en los coches de tope o trepaban en las barcazas para impulsarlas a base de fuerza y habilidad me dejaba asombrado. Con la feria llegaba también el circo, el teatro Chino y, por supuesto, los turroneros. Porque el turrón era un producto que solo veíamos en verano. Fue muchos años después, por las películas americanas y ya fuera del poblado cuando entendí y saboreé el turrón como producto de invierno, y de verano en forma de helado. Me vienen estos recuerdos viendo a los feriantes de nuestro país recorrer como almas en pena, ellos que son la alegría y la algarabía de niños y adultos, la explanada del Palacio de San Telmo y los jardines del Parlamento andaluz pidiendo atención para sus maltrechas economías porque el estado de alarma les ha dejado sin trabajo. Los decretos del Gobierno y del Ministro de Sanidad han colocado a los feriantes en el limbo, no hay ni un renglón para ellos pero sí que se han suspendido ferias, fiestas patronales y verbenas. No son los únicos, en ese pelotón de olvidados a su suerte han quedado las guarderías, las ludotecas, las discotecas, los fabricantes de fuegos artificiales, todos los currelas del mundo del toro, los conductores de servicios discrecionales y, supongo, otros muchos de los no me llegan sus lamentos. Pero, insisto, a los feriantes les han segado la hierba bajo los pies cuando ni habían levantado sus artefactos. En cambio, sí habían pagado, y sin abrir la taquilla, los altos seguros que soportan, los anticipos por reserva de espacio, que no son moco de pavo para ningún ayuntamiento sea del color que sea, y la inversión en las innovaciones con las que deslumbrar y reclamar la atención y los euros en la calle del infierno. En esta nueva normalidad ¿habrá sitio para los feriantes?

* Periodista