Los realities, los programas en los que se vive la ilusión de un escenario donde los protagonistas ofrecen «realmente» su vida ante el espectador, llegan por decirlo así a su mayoría de edad. La primera experiencia se emitió en una televisión sueca, de la mano de Charlie Parsons. La llamada Expedición Robinson se convirtió después en Supervivientes y fue un fenómeno mundial. Un poco más tarde, Gran Hermano, la idea de John de Mol, vino a confirmar la validez comercial de un formato que revolucionaba el mundo de la televisión y que, en España, sigue teniendo una aceptación notabilísima. La característica más destacada de los realities, con todas sus variantes, es que se trata de un programa estrictamente televisivo, que no se entiende sin tener en cuenta el lenguaje peculiar de la pequeña pantalla y que no se refiere a ninguna tradición anterior, como pasa con el resto de la parrilla. Los realities no responden a ninguna herencia sino que se ofrecen como generación espontánea del medio. Más allá de su valoración ética o de la explotación, hasta la saciedad, de sus recursos, pueden observarse como un invento que satisface los deseos de una mayoría: vivir en directo, y de manera vicarial, las vicisitudes de unos personajes -famosos o que acabarán siendo- en su más pura (o guionizada) desnudez. El paso adelante de los realities a un canal de abono (El puente, en Movistar+) nos lleva a un nuevo universo. Tanto la popularización del pagar por ver como la demanda de estos programas, invitan a la reflexión.