Llevo más de cuatro horas en este inmenso centro comercial junto a la playa. Hay mucha gente, muchísima más gente aquí dentro que ahí afuera, a pesar de que, en Las Palmas de Gran Canaria, y más precisamente en la playa de Las Canteras, tal vez la mejor playa urbana de España, la temperatura es ideal y el sol no hiere, tamizado por unas nubes perpetuas que aquí se conocen como la «panza de burro».

Llevo tomados tres cafés, en tres cafeterías diferentes: un café con leche en taza de desayuno, un cortado largo y un capuchino con nata y canela. Pero hay algo sedante en la atmósfera: un confort, una paz, un orden, el placer inducido por tantísimo objeto maravilloso cargado de tantas promesas de felicidad. Qué necesidad hay de abandonar esta plácida catedral y salir ahí afuera para exponerse a la inquietante marea de lo imprevisible.

Vine hasta aquí acompañando a Luna. Llegamos bromeando y haciendo grandes planes de compras. Pero en la primera megatienda la perdí o yo me perdí. Ella parece feliz comprando cosas para la familia e imaginando el viaje de vuelta a casa y el momento justo en que entregará a cada uno su regalo. Un gesto noble y conmovedor: encontrarse en el paraíso y acordarse de todos que se han quedado ahí afuera, a las puertas, pero tan lejos.

Yo solo sé comprar solo. Visito y revisito las mismas tiendas, sin prisa y, cuando ya lo tengo absolutamente claro, voy a por ello. Detesto que me atiendan y más aún que me doren la píldora. Por eso quizás mi religiosidad, si existe, es solo íntima y sin intermediarios. No me gusta llegar a una catedral y estar mirando y escuchando al sumo sacerdote. A pesar de todo esto, aún no he comprado nada en Amazon.

Habrá que disfrutar de estos espacios mientras duren. Jeff Bezos, el multimillonario americano de apellido y origen vallisoletanos, está construyendo otro destino bien diferente para ellas. Estas catedrales del siglo XX tienen los días contados. En USA acaba de publicarse un estudio, basado en imágenes de satélite, que pone de manifiesto este fenómeno: el crecimiento de Amazon y la economía digital está obligando a reconvertir los viejos centros comerciales o a dejarlos abandonados hasta que la naturaleza los devore. Hoy mismo, el pobre de Donald Trump acaba de tuitear su enésima desesperación ante el avance imparable de la nueva economía y las nuevas formas que está tomando la vida. Son los últimos estertores del siglo XX, que fue el siglo de la razón y de la vida proyectada. El siglo XXI será aún más ininteligible que el XX: será lo que pueda y tenga que ser, y no lo que planeemos que sea. He ahí la nueva razón.

Caminar, sin atender, sin detenerse, viendo sin mirar por las interminables galerías de un gran centro comercial, es lo más cercano a la meditación, y sin necesidad de ponerse un maillot y revolcarse por el suelo. Solo ver pasar escaparates y personas, escaparates y más personas. Objetos y observadores. Todos aquí y ahora. Confundidos bajo el mismo ser, aromatizados por el mismo descafeinado de máquina.

Ya no quiero más café. No me cabe en esta panza, que no me deja por muchas horas de gimnasio que le estoy echando encima. Voy a correr un rato por esta playa larga pletórica de vida a cualquier hora de la mañana y de la tarde. Afortunadamente salí de casa en ropa deportiva y mi móvil se quedó sin batería. Correré hasta la zona nudista, donde los cuerpos llegan a confundirse con el agua y la arena. Siento la imperiosa necesidad de despojarme de todo. Los textiles somos gente rara. Aún necesitamos revestirnos para protegernos de los otros, y tenemos por delante la formidable empresa de superar el conflicto ético y estético de la completa desnudez. Cuando necesitemos menos objetos para vivir y ser felices, los centros comerciales ya habrán desaparecido entre las malas hierbas. Y seguro que también Amazon.

* Profesor de la UCO