Cada año ocurre algo parecido; con las campanadas de San Silvestre nos deseamos unos a otros todo tipo de extrema felicidad y suerte. Durante trillones de minutos, y por tantas vías como la tecnología nos posibilita los últimos años, nos convertimos en dadores y receptores de los deseos más nobles que han emergido del espíritu humano. Son palabras y eslóganes estándar muchos de ellos, y tradicionales en su mayoría, pero los hacemos explícitos con tanto ardor, algarabía y chorrear de lágrimas afectuosas que hasta amor parece y así lo recibe la mayoría.

Claro que muy pronto, el día 1 de enero pero sobre todo el 2, cuando los periodistas ya llegaron al tajo, comienzan a volar las noticias. Alcanzan rápido la extensa lista de subida de precios y los titulares que anuncian un futuro lleno de incertidumbre. Nuestro bienestar, nuestro dinero y la salud están a expensas de que se aprueben los Presupuestos Generales del Estado; que la competencia comercial y política USA-China amaine o se agudice; que los tipos de interés no suban, pues anunciarían no ya el enfriamiento económico cierto, sino una nueva recesión. Y como postre de arpías este año nos alcanza la novedad de Vox. Sí, la España más vieja que se anuncia como el cambio necesario.

Así que el ser humano tan complejo, diferente y único es solo economía, una criatura al albur de sus humores. Todos somos euro, o dólar; yen, rupia o peso. Y nada más. Nuestro destino está en la mano del dinero. O sea, en poder del otro. Así que en tal situación el debate más en carne viva que se nos facilita en las primeras horas del año 2019 es la determinación de Vox de desfigurar la ley de violencia sobre la mujer y arrumbar todo aquello que suene a memoria histórica para dar su apoyo a un gobierno PP-Ciudadanos en Andalucía.

Quieren negociar su programa con la fuerza determinante de los votos; no se contentan con echar a los socialistas de San Telmo. El órdago que lanza la extrema derecha a sus primos de la derecha es grande: no tendrán la Junta de Andalucía de no mudar la piel. Así que, a pesar de tanto barullo como observamos los últimos días, ocurre que a Pablo Casado le preparan con urgencia textos farragosos para que los entiendan quienes deben de saberlo: que la violencia que se ejerce sobre la mujer o el hombre es de la misma raíz, naturaleza e intensidad; de la misma encarnadura, vamos. Así que se debe de tratar donde siempre se hizo: en la casa y, de llegar el caso, que sean las leyes y tribunales ordinarios quienes la traten.

Y, claro, Franco no debe de moverse de Cuelgamuros, salvo en un imaginario (o real) bajo palio.

La verdadera excitación vendrá, no obstante, más adelante, al llegar ese tiempo donde se cuenta el voto. No debería sorprender si el encanallamiento contra la mujer pesa bien poco a la hora de las urnas. Los tiempos están cambiando. No hay un antídoto homologado, de momento, contra la fiera del pasado. El sentido común huyó y la razón se diluye.

* Periodista