Qué es la felicidad? Trump declara, eufórico por ser exonerado de la conexión rusa para adulterar las elecciones de 2016 en las que ganó la presidencia, que «EEUU es el mejor país del mundo». Es obviamente una valoración subjetiva. Pero la felicidad tiene otros parámetros. La ONU mide el FIB del mundo (Felicidad Interna Bruta, que, como el PIB, no se reparte a todos los ciudadanos por igual) y EEUU anda por el puesto 19. España por el 32, lo que parece lógico si consideramos que el riqueza de las veinte personas más ricas de este país nuestro iguala a la de los 14 millones más pobres. ¿Puede ser feliz un país con estas desigualdades, altas tasas de desempleo, salarios de hambre y montañas de corrupción? Tenemos sol, sí, y somos longevos y chistosos, pero ¿felices? Una vez le oí decir a un poeta, en aquellos años de miseria de la dura posguerra, que la felicidad era «una clara luz que creas en tu propia oscuridad», y aconsejaba: «confórmate con lo que eres». No todos se conformaban o no siempre. Juan Bernier, por ejemplo, protestaba en su poema Aquí en la tierra y denunciaba que el hambre, que los ricos «la tienen siempre saciada con los frutos del huerto del mundo», es para los de abajo «hambre de duro pan como perros cuyas pupilas suplican ante la mesa blanca del amo». Es difícil imaginar a un hambriento feliz y a un pueblo hambriento pacificado. La felicidad no son estados etílicos ni veleidades subjetivas. El bienestar material, la ética individual, la justicia social y la solidaridad son importantes para elevar la satisfacción de las gentes de un país. No le vengas a un finlandés con ese dicho nuestro de que «si yo pudiera, no trabajaría». Lo entristecerías, como si metieras la mano en los dineros públicos o te jactaras de no pagar impuestos. Los finlandeses, discretos y algo tímidos, sentirían vergüenza ajena y se sonrojarían como un salmón. De pillos así solo se ríen en las novelas de Alto Passalinna, que satirizan con fino humor la cara oculta de su propia sociedad. Antiguamente, en esas latitudes de nieve, lobos y osos, los finlandeses eran pobres en pobres tierras, súbditos durante siglos de la corona sueca y, luego, del imperio ruso hasta su independencia en 1917. Su motor identitario fue y es el Kalevala, que canta en finés la épica de sus héroes míticos. El gran poeta nacional Runeberg describió en El granjero Paavo el duro trabajo para logar el sustento y compuso el himno nacional que reza: «Eres una flor que espera aún como un capullo, pero madurarás y saldrás de tu confinamiento». Es un himno que habla del futuro de un pequeño y pobre país.

Hoy Finlandia tiene el FIB más elevado del mundo, su sistema educativo es el más desarrollado, su utilización de las nuevas tecnologías es admirables y, por si pudiera servirnos de algo, la baja maternal es de un año entre ambos conyugues con el 80% del salario, y del 100% si se acorta a 42 semanas. O como, tomando un rayito de sol en su villa diseñada por Alvar Aalto en la isla de Kulosaari, me decía una amiga con total conocimiento de nuestra lengua y de nuestro país: «Aquí no hay machismo y vivimos de p... madre».

Esos nórdicos libres y abnegados, que se flagelan con ramas de abedul en el ritual de la sauna y salen desnudos al aire puro del bosque rumoroso, pueden contemplar la blanca y redonda luna, como un pan divino, reflejada en las gélidas y oscuras aguas del lago encantado, y dicen sentirse felices.

* Comentarista político