Felices Años 20, Feliz Edad del Jazz. Hemos pasado un siglo esperando la vuelta al giro del fox-trot, la música de baile con el viento encendido en la respiración del pasado. Hemos vivido antes nuestro propio y decisivo crack, ese derrumbe de todos los salarios y de las emociones verdaderas, y ahora podemos por fin bailar sobre las tumbas de los ejecutores ruinosos del desastre. Porque no hay mayor placer que la ignorancia del daño, que la despreocupación del daño: porque nos situamos por encima de él, porque somos mejores. Y ahora que parece cernirse sobre nuestras cabezas agitadas el fantasma dormido de una nueva recesión, cuando tiembla el bolsillo rezagado de los sueños pendientes, qué mejor remedio que volver a leer, precisamente o por ejemplo, Cuentos de la Edad del Jazz. Ese vértigo en filo sobre la eternidad de las primeras veces, del brindis con champán hasta ese sorbo interior con todos los abismos por delante, con su piel por delante en la boca de lluvia. Todos hemos vivido esas caídas que nos hacen más fuertes, que nos hacen más sabios, si no nos matan antes. El proceso es también la muerte lenta y no pequeña muerte, porque aquí no hay placer; o sí lo hay, pero si secunda a la caída. The Crack-up, El derrumbe en España, fue la recopilación de textos de Scott Fitzgerald sobre su desmoronamiento, que fue también la fiebre magnética de un tiempo que tenía que morir para brillar. ¿Es su escritura más perfecta? Seguramente no; es El gran Gatsby. Pero sí es la más confesional, la más autobiográfica, para un hombre que hizo de sí mismo, a final de sí mismo, su propia silueta para marcar los guantes en un boxeo de sombras personal.

Pero antes, mucho antes, habíamos bailado. Scott Fitzgerald, Zelda, Hemingway y nosotros. Cuando las sensaciones eran otras y aún no las habíamos perdido, para volver a alzarlas con una nueva identidad. Estos Felices Años 20 no van a ser seguramente tan felices, pero hoy es domingo y me apetece brindar por la vida que me ha sido regalada, por el nuevo temblor sobre un piano del invierno, sobre unas manos blancas con los dedos de aire que parecen tocar la música del mundo. Quiero brindar ahora por la pura belleza, por el ritmo de versos en conquistas solares. Por la poesía que alumbra y que nos salva.

He felicitado estas fiestas así: Felices Años 20, Feliz Edad del Jazz. Feliz vida. Feliz sobrevivencia, resistencia feliz. Porque me ha venido a la cabeza no tanto Suave en la noche, que es mi vida reciente, sino A este lado del paraíso, que huele a juventud recuperada cuando lo vuelvo a abrir en plena noche. O incluso Hermosos y malditos, que es ese vértigo de atreverse a ser lo que uno es, lo que uno siempre ha sido y no puede cambiar. Como diría Claudio Rodríguez, podemos estar en derrota, pero nunca en doma. Y eso lo entendió Hemingway, que al final claudicó, pero que fue un bisonte de la vida.

Hoy quiero que seamos hermosos y malditos, y que reconquistemos para el juego esas viejas aristas del deseo, con destello total, desde ese testamento para una voz poética de alcance que nos saca pasiones de palabras y voces para hacernos un cuerpo que poder abrazar. Porque somos hermosos y malditos, porque la vida mancha y también salva, porque la redención es ese vuelo de una celebración que se palpa a lo lejos, como la embajada de una música que puede imaginarse en un balcón con la selva en los ojos. Por eso al salir de esa lenta espesura, con su estricto capricho, recuperamos nuestra libertad.

Tiene gracia que empecemos la década de los felices años 20, de nuestra definitiva Edad del Jazz, y que mi amigo Luis Artigue publique ya en enero su novela Café Jazz El Destripador, que es una locura posmoderna con Miles Davis poseído por el fantasma crepuscular de Baudelaire. Estoy con esa locura, con su íntimo fulgor, con la fabulación de la belleza. Estoy con lo que llega sin conocerse aún, estoy con la sorpresa y su fiebre del tacto. Estoy con una literatura radical que se tiente a sí misma, que salga de los márgenes sabidos, que aporte el faro verde de la imaginación sacándole las alas a la vida.

En fin, vuelven los Felices Años 20, aunque ya no lo sean. Estamos invitados a un rojo despertar. Empezamos enero y nos bebemos el filo de una edad que ahora es la nuestra: irrepetible, máxima. Más allá de la realidad, no dejes de soñar nuestro tango nocturno. El puerto del invierno nos volverá a llevar a la ciudad de los pianos despiertos, donde nunca amanece en los palacios y los poetas nadan en la luz.

* Escritor