Queridos nietos: Tras nuestro paseo por la sierra, y charlas acerca de tantas cosas pero especialmente para dar fe de mis creencias acerca de Dios, antes de irme a la cama, os escribo para daros mi respuesta a vuestra insistente preguntas y exclamaciones: ¡abuela, qué raro es Dios! ¿Tú crees en Dios? Creo que las preguntas que todos me habéis repetido, también vuestros padres, cuando eran niños, ha sido esta: ¿tú crees en Dios? Siempre os he respondido con la advertencias de que se trataba solo de mis supuestas creencias, porque no hay respuesta definitiva para vuestras incesante curiosidad, pero hoy lo hago a fin de que sepáis, con la mayor exactitud posible, qué piensa vuestra abuela sobre tan complejo tema. Para empezar os diré que nunca he creído en un Dios de premios y castigos, de silencios y olvidos. No en un Dios, remedio de todos los males y culpable de nuestras desgracias. No creo en un Dios, eco de nuestra voz que como sastre remendón vaya repartiendo bienes o males. Dios, desde una dimensión que no puedo ver ni entender, creo, no obstante está presente, cerca y superpuesto, sobre todo, en la boca del pobre, del marginado, del que clama justicia y también, ¡como no! en esas pequeñas cosas que casi siempre pasan desapercibidas, pero que a mí, y a vosotros también, particularmente, tanto nos gustan y emocionan. ¿No es cierto que algo inexplicable notamos en nuestra vida, que algo se escapa de nuestros maravillosos alcances y de los de todos? Por ejemplo: ¿Qué explicación válida damos al universo? ¿Y a la maravilla, tan aparentemente simple y casi normal como es el cuerpo humano? Dios, para mí, está ahí, aquí, con nosotros, en nuestras cotidianidades. No lo busquéis en los cielos porque a esas alturas difícilmente podréis verlo, conocerlo, entenderlo... Buscadlo, si os interesa, en la vida, en los seres humanos.

* Maestra y escritora