Fascismo no es solo una palabra que indica una ideología sino que se ha convertido (incluido el sucedáneo de «facha») en un apelativo que es usado para descalificar a cualquier contrario político. Con ello no solo se corre el riesgo de banalizarlo sino de alterar su auténtico significado y por tanto dificultar su identificación y el objetivo de luchar contra él. Nadie es fascista porque alguien lo piense o lo califique así. Existió un momento histórico en que esta ideología nació, triunfó y si no desapareció se redujo considerablemente su influencia al terminar la Segunda Guerra Mundial y fracasar los países (Alemania e Italia) que la fundaron. Y parecía que la ideología que lo sustentaba quedaría extinta pero hay un renacimiento que suscita un nuevo interés por ella desde el ámbito universitario y desde las posiciones políticas contrapuestas. Y continuamente se hacen llamamientos -no siempre con atino- a su posible regreso.

Por ello es de agradecer la aparición del libro Fascismo del catedrático de historia inglés Roger Griffin, que viene a clarificar lo que significa un término de uso tan frecuente ahora, a la par que se produce un resurgimiento europeo -incluido nuestro país- de la derecha radical. Porque el fascismo es una amenaza pero sobre todo, además de una ideología, una actitud y un comportamiento y goza de una cierta transversalidad entre los populismos.

Confundir por otro lado el fascismo con lo «iliberal» -otra palabra de moda que consiste en el rechazo de los valores democráticos del liberalismo-, es contrario al rigor en el debate ideológico. Griffin arriesga una definición de fascismo: «un género de ideología política cuya esencia mítica, en sus diversas variantes, es una forma palingenésica (renovación) de ultranacionalismo populista con la consecuencia de construir un Estado totalitario que hunde sus raíces en un pasado mitificado». Una definición más sensible que específica. Es decir que son muchos los sistemas políticos a lo que según esta definición habría que considerar fascistas. Y nos advierte de su naturaleza controvertida aunque para la ortodoxia marxista no quepan dudas: «es la expresión última del capitalismo» y el medio de la burguesía capitalista para luchar contra el proletariado, en un análisis blanco-negro harto simplista, como lo demuestra que la distribución del voto ultraderechista es más transclasista que otra cosa. Según Griffin «los marxistas ven fascismo en cualquier forma organizada de xenofobia, racismo, islamofobia o discriminación» si bien recalca que no se debe confundir el fascismo con el populismo o lo que él llama derecha radical populista que no es revolucionaria, acepta el juego democrático y se aprovecha de la desconfianza en la globalización, el multiculturalismo, la inmigración y la deslocalización de empresas.

Griffin entiende el fascismo como una variante del ultranacionalismo reaccionario ya que «cada mito nacional fascista es el producto exclusivo de distintas corrientes nacionales de una mezcla de historia, cultura y fantasía colectiva, que a veces se miden por medio de una lengua nacional propia». Un nacionalismo que difícilmente se diferencia de cualquier otro nacionalismo actual.

Históricamente el fascismo se ha alimentado del miedo y sus rasgos más preclaros son además del ultranacionalismo, el rechazo al inmigrante, la desvalorización de la democracia y el estado de Derecho. Es pues en sus rasgos gruesos, antiliberal y anticomunista, anti-multiculturalista y revisionista histórico. En nuestra época habría que hablar de un neofascismo, que tiene una especial querencia por las redes sociales y es algo diferente del populismo radical de derechas, que aunque sin entusiasmo, aspira alcanzar el poder con los votos (véase Le Pen, Alternativa para Alemania o Vox). El neofascismo comparte con ese populismo la apelación contradictoria a la religión cristiana, el negacionismo (del cambio climático, de la evolución, del Holocausto, etc.). También militarismo, xenofobia y un componente mítico. Es antifeminista y económicamente neoliberal (el fascismo originario era ultraintervencionista), además de antieuropeo, anti-globalización y antimaterialista. Todo ello vehiculado por un liderazgo autoritario.

Lo que no quiere decir que personas que tengan algunos de estos rasgos sean por definición fascistas y es difícil identificar el votante de un partido populista de derechas con todo lo anterior. Los partidos populistas radicales de derechas con retórica neofascista se instalan en la democracia liberal pero sin el componente de violencia física, como también señala Antonio Scurati pero con la promesa de protección y seguridad. Y un rasgo de carácter y de estrategia política muy definitorio es que la decadencia -social, cultural, histórica- es muy querida por los antiguos fascistas y neofascistas que alimentan un oportunismo político que parasitan las instituciones y si alcanzan el poder las desvalorizan, a través de un malestar social que se aprovecha de las crisis económicas y políticas y que afecta especialmente a las clases medias.

Como escribe Griffin «el neo-fascismo ha adoptado muchas formas y empleado diversas estrategias para hacerse con el poder, que van de dar un golpe de estado militar a ganar elecciones democráticas, pasando por el cambio de la hegemonía cultural en favor de los ideales fascistas, el uso de la violencia terrorista para desatar una guerra racial o despertar a la ultra-nación, o simplemente emplear el ciberespacio para mantener vivo el sueño fascista» a través del desprestigio de la democracia, la desinformación y los bulos (el hitleriano «calumnia que algo queda»). Todo ello supone una involución en la democracia y en los valores democráticos. Luchar contra el neofascismo exige su ostracismo institucional y social.

* Médico y poeta