Vamos a imaginarnos que en el Aula Magna de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense se organiza un acto en homenaje al poeta catalán Salvador Espriu. Vamos a imaginarnos que andan por allí las asociaciones que lo han convocado, junto a otros poetas catalanes, como Espriu, pero también madrileños, que lo conocieron en vida o lo han leído, los no pocos estudiantes universitarios que todavía creen en la curiosidad como punto de partida hacia el conocimiento y algunos despistados que pasaban por allí, han entrado y se quedan. En total, unos doscientos. Vamos a imaginar, entonces, que medio centenar de activistas de extrema derecha, nacionalistas españoles, interrumpen el acto con gritos de «Fuera catalanes de la universidad», tratando de asaltar el Aula Magna, que permanece con la puerta cerrada. Tratemos de imaginar el ambiente tensísimo que se vive dentro, con intercambio no solo de gritos de uno y otro lado, sino también de algún que otro puñetazo, de alguna patada, de algún bofetón. Los doscientos asistentes no saben bien qué hacer: el acto no puede comenzar por culpa del griterío violento, pero tampoco acude nadie a auxiliarlos. Tienen, claro, la opción de lanzarse sobre los cincuenta tíos y liarse a tortazos, pero prefieren esperar que la propia universidad imponga el orden, que llegue la policía, algo, y que el recital homenaje sobre Salvador Espriu pueda comenzar. Pero el rector decide no dejar entrar a la policía, y que sean los organizadores del acto quienes se retiren. Es decir: se penaliza no a los violentos que han acudido a boicotear un acto cultural, sino a los que pretendían celebrarlo pacíficamente.

Tampoco cuesta mucho trabajo imaginar cómo se habría reaccionado a semejante despropósito. Entre otras cosas, porque ya ha ocurrido: cuando un grupo de ultras reventó un acto cultural catalán en el Centro Blanquerna, hace unos años, fuimos muchos los que escribimos denunciando que los guerrilleros de Cristo Rey habían salido rejuvenecidos de sus tumbas de sal dispuestos a romper la crisma a porrazos a cualquier pensamiento. Como sucedió entonces, en este caso hipotético planteado más arriba, el progresismo se habría lanzado a condenar la agresión de los fachas a la libertad de expresión, etcétera.

Sin embargo, cincuenta activistas y estudiantes independentistas, convocados por los sindicatos COS y SEPC, la organización juvenil Arran y la CUP, han dinamitado un acto de Societat Civil Catalana en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona, dedicado a Miguel de Cervantes, y aquí no pasa nada. Parece ser que Cervantes no era tan catalán, después de todo, y por eso Societat Civil Catalana se ha visto obligado a suspender el homenaje y salir por la puerta de atrás, como si las doscientas personas pacíficas que habían ido allí a escuchar, como se debería hacer en la universidad, fueran culpables de algo. «En la UB, no pasarán» y «Fuera fascistas de la universidad» han sido los gritos proferidos por los cincuenta tíos que han ido allí con sirenas y megáfonos a repartir candela. Lo mejor, el rector: no ha permitido la entrada de los Mossos, requeridos por varios integrantes de Societat Civil Catalana. Ha preferido progeger a los agresores.

Pero espera, que la CUP Capgirem Barcelona considera encima que la decisión del equipo de gobierno de la UB de alquilar el Aula Magna para el acto «pone en entredicho el papel de dicha universidad en el contexto político actual», porque «no puede tener cabida en ningún espacio de nuestra sociedad». Mientras, Carles Puigdemont llama «ultra» y «radical» al nuevo ministro de Exteriores, Josep Borrell, durante una entrevista en RAC-1, porque «ha atizado» una confrontación social que, según él, no existía en Cataluña. O sea: Borrell, que se ha dedicado, entre otras cosas, a denunciar cada una de las falsedades independentistas, por el mero hecho de expresar su opinión es un «ultra» y «radical». Me imagino que para Puigdemont estos cincuenta cafres son unos patriotas.

Qué lejos queda de todo esto el maravilloso ensayo Cervantes en Barcelona, de Martín de Riquer. Pero estos salvajes no lo habrán leído, ni lo leerán, porque habla de un autor español. Tan español como el propio Martín de Riquer. Si los independentistas y sus cómplices no condenan esto inmediatamente, están situando su causa a la altura moral donde temíamos que estaba. Las opiniones son discutibles. Pero amedrentar, atizar, interrumpir con golpes al que piensa distinto, ha sido siempre y es el fascismo perfecto.

* Escritor